Los informes presentados el pasado 16 de diciembre por el alto comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Volker Türk, describen realidades muy distintas en Rusia y Venezuela, pero revelan un patrón de fondo inquietantemente similar. No se trata solo de violaciones graves y sostenidas de los derechos humanos, sino de algo aún más profundo: la negación sistemática, el rechazo al escrutinio internacional y una estrategia consciente de impunidad.
Ambos Estados, miembros de pleno derecho de la Organización de las Naciones Unidas, obstaculizan activamente la labor del organismo. Bloquean misiones, desacreditan informes y presentan la vigilancia internacional como una injerencia intolerable. El resultado no es abstracto: es más sufrimiento para las poblaciones civiles y un mensaje peligroso al mundo.
En el caso de Ucrania, la Oficina del Alto Comisionado ha realizado más de 1.150 misiones de monitoreo y miles de entrevistas desde el inicio de la invasión rusa a gran escala. Los datos muestran un aumento del 24 % de víctimas civiles, impulsado por el uso masivo de misiles de largo alcance y drones. Los ataques ya no se concentran en el frente: ninguna región es segura.
El bombardeo coordinado del 19 de noviembre de 2025, con cerca de 500 proyectiles, resume esta lógica. Viviendas destruidas, decenas de civiles muertos, infraestructuras energéticas atacadas de forma sistemática. Millones de personas quedaron sin electricidad, calefacción o agua en pleno invierno. No es un daño colateral inevitable, sino una estrategia deliberada de castigo.
El informe documenta además ejecuciones extrajudiciales de prisioneros de guerra, torturas generalizadas y violencia sexual. También recoge abusos cometidos por fuerzas ucranianas, un dato clave que desmonta cualquier acusación de parcialidad. La diferencia es clara: la ONU investiga todos los casos; Rusia niega cooperación y rechaza cualquier rendición de cuentas, según el Diario Las Américas.
En Venezuela no hay misiles ni drones, pero la violencia del Estado adopta formas igual de devastadoras. La represión política, las detenciones arbitrarias y las desapariciones forzadas continúan. Aunque se producen liberaciones puntuales, persiste la llamada puerta giratoria: salir de prisión no significa estar a salvo.
La militarización de la vida cotidiana avanza. Se denuncian reclutamientos forzados, incluso de adolescentes y personas mayores, y se fomenta la delación entre ciudadanos. El miedo se convierte en política pública; la autocensura, en mecanismo de supervivencia.
Las condiciones de detención son alarmantes. Falta de alimentos y medicinas, incomunicación prolongada y muertes bajo custodia tras las elecciones de 2024. A ello se suma una práctica especialmente cruel: represalias contra familiares de personas consideradas disidentes. Nadie está a salvo.
El paralelismo entre Rusia y Venezuela no es casual. Ambos Estados niegan el problema, expulsan o bloquean observadores y desacreditan a la ONU. Sin observadores, no hay relato; sin relato, no hay responsabilidad. Negarse a ser investigado no es soberanía. Es miedo a la verdad. Y también, una confesión de culpa que la comunidad internacional no debería seguir ignorando.