Adolfo Suárez: el “señorito” intocable

23 de diciembre de 2025
4 minutos de lectura

PATRICIA DE MIGUEL

Carmen Díez de Rivera y el precio de cuestionar el poder en la Transición y en el presente

Carmen Díez de Rivera llamó a Adolfo Suárez “el señorito”. Durante décadas, la expresión se ha citado como una excentricidad, un rasgo de carácter o una anécdota. Pero no lo era. Estaba señalando una forma concreta de ejercer el poder. Y, como ocurre con todas las categorías que incomodan, el relato de la Transición aprendió pronto a neutralizarla.

La Transición española se ha contado, sobre todo, como una historia de acuerdos, moderación y figuras imprescindibles. Un relato eficaz en su momento, pero incompleto. En él encajaban los hombres que ocuparon el centro del poder político. En cambio, no encajaban bien las mujeres que, como Carmen, tenían criterio propio, influencia real y una mirada crítica sobre ese mismo poder.

Jefa del Gabinete del presidente Adolfo Suárez entre 1977 y 1979, Carmen Díez de Rivera fue, durante un tiempo, la única mujer en el núcleo duro del poder político. Intelectual, diplomática y con una biografía personal marcada por el silencio y la ruptura, su presencia resultó profundamente incómoda en un espacio diseñado por y para hombres. No fue una figura decorativa ni secundaria: participó en decisiones clave y pagó por ello un alto coste personal y público.

Su presencia en la política se explicó, en cambio, a través de insinuaciones sobre su vida personal y su cercanía con los dos hombres que concentraban entonces el poder del Estado: el Rey Juan Carlos I y el presidente Adolfo Suárez. Ella respondió a los insultos y descalificaciones con una frase seca y contundente: «Yo nunca he pastoreado en corral ajeno. Más, viniendo de donde vengo».

En sus diarios dejó también constancia del malestar que le provocaba esa lectura constante de su posición, al referirse a ambos con una mezcla de ironía e indignación: «Vaya parejita… ¡Qué indignación!».

Nunca habló de abusos. Sí habló del machismo estructural, del paternalismo y del descrédito como herramientas de control. Y fue una de las pocas personas que se atrevió a llamar a Suárez “el señorito”. No como insulto, sino como definición política: un estilo de poder jerárquico, personalista, poco dado a la crítica y acostumbrado a no rendir cuentas. Un estilo que la Transición no rompió del todo, sino que normalizó.

Esa crítica no tuvo espacio en el relato oficial. Por eso la incomodidad de Carmen fue absorbida como anécdota, como carácter difícil, como salida de tono, como nota al margen de una historia que elegía ser épica. La memoria dominante de la Transición convirtió a sus protagonistas en símbolos y dejó fuera a quienes cuestionaban el molde desde dentro. No fue un ajuste de cuentas explícito. Fue algo más eficaz: una exclusión silenciosa.

De ahí que hoy sigan conviviendo dos formas incompatibles de recordar aquel periodo. La memoria oficial, cerrada, masculina, heroica, donde el consenso es incuestionable, las figuras centrales quedan protegidas y confunde la revisión con el ataque. Y otra memoria más incómoda, fragmentaria, crítica, donde aparecen los límites del proceso, las asimetrías, las relaciones de poder y las voces que no encontraron lugar. Carmen Díez de Rivera pertenece a esta segunda memoria.

Por eso no resulta ajeno lo que ocurre hoy, cuando una mujer ha decidido contar su experiencia vivida con Adolfo Suárez y al ejercicio del poder. No se trata de afirmar identidades ni de establecer equivalencias. Se trata de observar el reflejo inmediato: dudas sobre el momento, sobre la oportunidad, sobre la legitimidad de hablar cuando él ya no está vivo. Como si el paso del tiempo invalidara la experiencia. Como si la muerte de Suárez cancelara el derecho a contarla. Se invoca el consenso, la historia, la necesidad de no “manchar” legados. Y, una vez más, el foco vuelve a colocarse sobre quien habla, no sobre el contexto de poder en el que dice haber vivido lo que vivió.

Las preguntas se repiten, aunque cambien los tiempos: por qué ahora, por qué así, para qué sirve. Son preguntas que rara vez se formulan cuando se trata de logros, consensos o biografías políticas. Y que, sin embargo, aparecen casi siempre cuando una mujer introduce una grieta en el relato oficial.

Adolfo Suárez fue una de las figuras centrales de la Transición. Su papel histórico es indiscutible. Pero eso no lo convierte en una figura intocable. Los homenajes, los nombres de calles o los reconocimientos públicos no deberían servir para congelar la historia ni para impedir indagar sobre preguntas incómodas, especialmente cuando se trata de relaciones de poder. Una democracia madura no se construye solo con honores, sino también con revisión crítica y profunda.

Revisar no es destruir. Escuchar no es condenar. Pero dejar de escuchar ha sido, muchas veces, una forma muy eficaz de proteger el poder y el relato que lo sostiene. La Transición aceptó la crítica siempre que no se cuestionara a sus dos figuras centrales: el rey y el presidente del Gobierno. Carmen lo hizo. Y por eso quedó fuera del centro de la historia.

Tal vez el problema no sea revisar a Adolfo Suárez. Tal vez la pregunta no sea por qué esa mujer ha decidido hablar ahora. Tal vez la cuestión sea, por qué en la transición a la democracia española muchas voces no se han querido escuchar. Llamar “el señorito” a una forma de poder no fue un exceso. Fue una advertencia. Y las advertencias incómodas rara vez encuentran un lugar cómodo en los relatos oficiales.

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