Corría el año 1981 y Ana Obregón vivía una etapa decisiva de su vida. Joven, ambiciosa y con el deseo firme de abrirse camino como actriz, se había trasladado a Nueva York, una ciudad que prometía oportunidades, pero también exigía carácter. Fue allí donde conoció a Jeffrey Epstein, entonces un hombre de negocios estadounidense que se movía con soltura en determinados círculos sociales y financieros.
En aquel contexto, Ana pronunció una frase que hoy resurge con fuerza: “Estoy enamorada, por desgracia”. No era una declaración grandilocuente ni romántica en exceso, sino una confesión sincera, casi resignada, propia de alguien que intuye que el vínculo que empieza a formarse no es sencillo. Ella misma describió a Epstein como un hombre de carácter complicado, incluso tan difícil como el suyo propio. Dos personalidades intensas que coincidían en un momento vital concreto.
La relación, tal y como ella ha explicado con los años, se enmarca más en un entorno social y personal que en una historia sentimental profunda. Epstein era atento, educado y mostraba interés por ayudarla en su adaptación a la ciudad, mientras ella trataba de abrirse camino en un mundo competitivo. Aquella conexión quedó registrada en palabras que, en su momento, no despertaron especial atención, pero que hoy adquieren una lectura muy distinta, según Lecturas.
Cuatro décadas después, esas declaraciones de juventud se observan desde una perspectiva completamente diferente. Jeffrey Epstein se convirtió, con el paso del tiempo, en una de las figuras más oscuras y polémicas del panorama internacional, y su nombre quedó asociado a delitos gravísimos que nada tienen que ver con la imagen que proyectaba en los años ochenta.
Ana Obregón ha insistido en que desconocía por completo esa doble vida y ha expresado su rechazo absoluto hacia los hechos que salieron a la luz años después. Para ella, remover aquel episodio supone un ejercicio incómodo de memoria, en el que una experiencia personal queda inevitablemente contaminada por acontecimientos posteriores que jamás pudo prever.
Sus palabras de 1981 no hablan de escándalos ni de poder, sino de emociones humanas: la atracción, la intuición, la contradicción entre lo que se siente y lo que se percibe. Esa frase, “por desgracia”, cobra hoy un peso simbólico, como si anticipara que aquella historia, aunque breve, no estaba destinada a permanecer como un recuerdo limpio.
Este episodio demuestra cómo el tiempo transforma los relatos personales. Lo que fue una vivencia privada se convierte, décadas después, en materia de análisis público. Y en medio de todo, queda una reflexión inevitable: nadie vive su presente sabiendo cómo será juzgado su pasado. Ana Obregón, entonces una joven en busca de su lugar en el mundo, habló desde la honestidad. Hoy, esas palabras regresan, cargadas de una profundidad que solo el paso del tiempo puede otorgar.