Vivimos en una época en que la ciencia parece moverse a una velocidad vertiginosa. Cada semana sabemos de nuevos avances: desde tratamientos que prolongan la vida, hasta tecnologías que transforman la forma en que trabajamos, estudiamos o nos comunicamos. Sin embargo, este avance no es homogéneo ni equitativo. La ciencia no siempre avanza hacia todas las direcciones que nuestra sociedad necesita, y a veces sus logros quedan “adelantados” a las realidades sociales y culturales que deberían acompañarlos.
Un ejemplo claro de esta desconexión entre el progreso científico y las necesidades reales de la población es la investigación en salud femenina, históricamente relegada. Desde mediados del siglo XX hasta prácticamente los años 90, muchos estudios médicos excluyeron a mujeres de sus ensayos clínicos. Esto no fue una omisión menor: sin representación adecuada, los resultados científicos no reflejan con precisión cómo afecta una enfermedad o tratamiento a más de la mitad de la población humana. Esto ha tenido efectos reales y dolorosos, como diagnósticos incorrectos en enfermedades cardiovasculares o efectos secundarios inesperados de medicamentos en mujeres, precisamente por falta de datos específicos, según la Prensa.
Este retraso no significa que la ciencia sea incapaz de avanzar; más bien, que su ritmo y prioridades no siempre están alineados con las necesidades de las personas. Las estructuras que financian y dirigen la investigación, sean instituciones académicas, gobiernos o grandes organizaciones filantrópicas, determinan qué temas reciben atención y cuáles no. En 2025, iniciativas como las impulsadas por Melinda Gates y organizaciones dedicadas a la salud de la mujer marcan un intento por reequilibrar estas prioridades. Invertir miles de millones en investigaciones enfocadas en mortalidad materna, enfermedades autoinmunes o salud mental femenina es un paso hacia una ciencia más inclusiva y relevante.
La ciencia siempre tendrá su propia lógica: la de explorar lo desconocido, cuestionar lo establecido y abrir puertas a posibilidades que antes parecían imposibles. Esta capacidad es, sin duda, una de sus mayores virtudes. Sin embargo, cuando esa ciencia “nos adelanta”, falta un componente esencial: la integración humana y social del conocimiento.
Un avance tecnológico o médico puede ser espectacular, pero si no se traduce en beneficios para la salud real de quienes más lo necesitan, o si deja de lado a grupos enteros como mujeres, comunidades marginadas o países del Sur, ese progreso pierde parte de su valor. La reflexión debe estar presente en cada paso: ¿para quién estamos investigando? ¿Qué problemas estamos priorizando? ¿A quién dejamos atrás?
Además, la manera en que comunicamos la ciencia importa tanto como los descubrimientos mismos. Titulares sensacionalistas y expectativas exageradas pueden generar una percepción distorsionada del ritmo real del avance científico, alimentando una ilusión de progreso continuo sin cuestionar la profundidad o aplicabilidad de esos hallazgos.
La ciencia, para cumplir su promesa de adelantar a la humanidad, necesita ser inclusiva, ética y conectada con las necesidades humanas reales. Solo así podremos garantizar que sus pasos hacia el futuro no sean a costa de dejar atrás a quienes más dependen de ella.