La obesidad se ha convertido en la enfermedad crónica más frecuente entre los adolescentes. Según Gilberto Pérez, endocrino y pediatra miembro del Área de Obesidad de la SEEN, el 80 % de los jóvenes con obesidad seguirá teniendo esta condición en la adultez. Pérez destacó este dato durante el Congreso de la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición, que se celebra en Granada.
El especialista advierte que la obesidad no es un problema aislado. La genética, el estilo de vida y el entorno influyen directamente en su desarrollo. Pasar más de dos horas al día frente a pantallas o dormir pocas horas se relaciona con un mayor índice de masa corporal (IMC). Además, la obesidad puede traer consigo otras complicaciones médicas, como hipertensión, resistencia a la insulina, síndrome metabólico o niveles elevados de colesterol.
Pérez subraya que tratar la obesidad requiere intervención temprana e intensiva. La alimentación juega un papel clave: aumentar el consumo de frutas y verduras y reducir los alimentos ultraprocesados y las bebidas azucaradas son pasos esenciales. Los pediatras se enfrentan a un desafío complejo, pues no basta con modificar hábitos individuales; es necesario un enfoque integral que involucre a la familia y al entorno del adolescente, según Europa Press.
La predisposición genética también contribuye. Gema Medina-Gómez, catedrática y vicepresidenta de SEEDO, señala que más de 130 genes están relacionados con la obesidad. Estos genes afectan cómo el cuerpo responde a la dieta y al ejercicio, haciendo que algunas personas ganen peso con mayor facilidad. Entre un 40 % y un 70 % de las variaciones en el IMC se atribuyen a factores genéticos, aunque solo un pequeño porcentaje corresponde a mutaciones raras y específicas.
Pero los genes no lo explican todo. El entorno y los hábitos tienen un papel decisivo. Josep Vidal, del Instituto de Enfermedades Digestivas y Metabólicas, explica que la obesidad puede generar cambios epigenéticos que facilitan su mantenimiento. A esto se suma la exposición a sustancias químicas como los perfluorados (PFAS), consideradas “obesógenos”. Mariana F. Fernández, de la Universidad de Granada, advierte sobre su presencia en utensilios de cocina, cosméticos y textiles. Reducir la exposición, usar filtros de agua y optar por alternativas seguras puede ayudar a limitar su impacto.
Expertos coinciden en que la prevención requiere un enfoque amplio. No se trata solo de modificar la dieta o la actividad física, sino también de mejorar el entorno y regular la exposición a sustancias químicas. Solo así se puede enfrentar un problema que, si comienza en la adolescencia, suele prolongarse hasta la adultez.