Don Servando había comenzado ese día sus clases de muy buen humor. Como ya se ha dicho, dedicaba una hora al menos para cada grupo y, cuando el tema lo consideraba de interés general y a la altura de todas las cabezas, don Servando reunía a todos, aunque en esta clase apuntaba más a los mayores. René, por sus años, ya había superado el último escalafón, sin embargo solía pedirle permiso a don Servando para seguir de oyente en algunas ocasiones.
El que se siente enamorado precisa poco de lo que dicen los demás, pero en el caso de René siempre había huecos para el aprendizaje, sobre todo si se trataba del reconocido equilibrio de su maestro. René llevaba cuatro días sin ver a Isabel, sólo había recibido de ella un papelito doblado, a través de una amiga, en el que Isabel dejó escrito: Han llegado a la almazara aceites nuevos… eso era todo. El alma de René quedó en vilo creyendo que el mensaje podía encubrir un amor que aún estaba por decidirse. Asistía esa mañana a la clase de don Servando pero su corazón, su desvelo estaba en los nuevos aceites que Isabel le ofrecía en pausados atrevimientos.
Don Servando comenzó:
-Es preciso que sepáis reconocer la bondad y la suficiente sabiduría de los maestros que han pasado por vuestra vida. Y no me refiero a que tengáis en cuenta los años que os dediqué, que ya Dios me los pagará si los considera provechosos. Quiero resaltar hoy la grandeza, no tanto de los que enseñaron en las clases, que también, sino la magia cultural que dejaron para la historia los grandes escritores, como don Miguel de Cervantes Saavedra en su Quijote irrepetible…
A don Servando se le veía profundidad en el tema que trataba y que iba a ser carne de investigación para egregios profesores venideros. Se le notaba, además, en el descubrimiento que señalaba de las figuras del hidalgo y su escudero, una proyección inequívoca en el alma de los españoles. Don Servando consiguió la atención de sus alumnos, incluso la de René, que paseaba sin rumbo por las tormentas del alma. Continuó el maestro en su estilo académico:
-HOY les quiero hablar de Cervantes. Pero, como deseo que nunca se les olvide este nombre, les referiré una anécdota que tuvo que sufrir don Antonio Machado, al que muchos de ustedes conocen y que, como saben, es profesor del Instituto General de Enseñanza.
-De toda Baeza es conocida la bondad de este profesor, del que me honro ser su amigo, que va más allá de la buena convivencia que prodiga, con la merecida fama de que nunca suspende a sus alumnos. Para conseguirlo, don Antonio prefiere no presidir un tribunal de examinadores, aunque le corresponda, sino que se pone lo más cerca posible de los examinandos para echarles una mano sin que se den cuenta los otros compañeros, que conjuntamente deciden si es apto o no un alumno para pasar de curso.
-Esto ocurrió con un tal Joaquín Extremeras, que no daba pie con bolo a cualquier pregunta que se le hiciera en el día de su examen. Viendo don Antonio en la inopia absoluta en la que Joaquín transitaba, se acercó a él lo más posible y le propuso: -Dígame de Cervantes lo que quiera… Joaquín se detuvo de pronto sorprendido como si de una tesis doctoral se tratara, y con voz de ganso en corral ajeno, respondió: -Cervantes… no me suena de nada…
-Como ustedes podrán deducir, a don Antonio Machado no le quedó más remedio que suspenderle, con todo el dolor de su corazón porque ha sido hasta ahora la única mancha en su permisividad inigualable. Estoy seguro que nunca se les ha de olvidar el nombre de Cervantes, del que hablaré didácticamente el próximo día.
Hacía tiempo que René había regresado de sus vuelos interiores y se juró a sí mismo no hacer el ridículo de esa manera. Olvidar a Joaquín y recordar a Cervantes iba a ser, desde ahora, una preocupación compatible con el amor a Isabel, su Dulcinea de carne y alma.
Aun así, René se hizo el parsimonioso hasta que todos fueran desfilando para quedarse a solas un minuto con don Servando y mostrarle el papelito de Isabel, que lo tenía confundido y temeroso. Seguramente el maestro guardaba la palabra justa para aliviar la desazón que le consumía. Antes de llegar a la puerta, extrajo la cartita de la novia doblada en su bolsillo y se la mostró a don Servando, esperando de él la noticia que lo serenara:
-Muy bien, René, te felicito. Lo que Isabel te ha querido decir, aprovechando la novedad de otros aceites, es que también su amor se ha renovado y espera nuevamente untar tus labios con los suyos.
Don Servando sacó pausadamente las gafas de su estuche y comenzó a leer en medio de un absoluto silencio:
Un pastorcico solo está penando
Ajeno de placer y de contento.
Y en su pastora puesto el pensamiento
Y el pecho del amor muy lastimado.
Que sólo de pensar que está olvidado
de su bella pastora, con gran pena
se deja maltratar en tierra ajena,
el pecho del amor muy lastimado.
René, al escuchar los principios del poema y sentir que su corazón tampoco dejaba de dolerle por el incendio de sus amores, vistió en su imaginación a Isabel de pastora para depositar en ella todos sus pensamientos y ahuyentar así el vacío de su ausencia. Tuvo que retirarse un poco para llorar tranquilo.