Ya que todos nos equivocamos, la corrección se hace indispensable en cualquier evolución humana. Educar es poner en camino, repetía Séneca, y en el camino se tropieza con más frecuencia de lo deseado. Sentir que a uno le corrigen es doloroso ya que pone en evidencia la torpeza o la mala intención del que es señalado. También nos lo avisa la Carta a los Hebreos: “Ninguna corrección resulta agradable, en el momento, sino que duele; pero luego produce fruto apacible de justicia a los ejercitados en ella”. El fruto que produce es la humildad del reconocimiento, tan buena para el convivir.
Puede que la primera reacción del corregido sea vengarse del corrector, especialmente en los casos en que la trascendencia de la corrección vaya a tener efectos judiciales. Tal sucedió con los jueces Barbero y Alaya, mártires por atreverse a “corregir” los desvaríos de los poderosos. Sobre todo los eres de Sevilla: dineros orientados hacia el empleo que se desvanecieron “sin querer” en los bolsillos ajenos.
Si ahora ocurre lo mismo con el juez Peinado, cantemos el “adiós mi España querida, dentro de mi alma te llevo metida”, porque afuera sería imposible.
Pedro Villarejo