René en un entierro

13 de julio de 2025
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René en un entierro
Un coche fúnebre de caballos traslada el féretro al cementerio. /FI

Seguro que René más adelante sentiría que la única verdad no es la muerte, sino la vida que se ha vivido con la llave de abrir, acertadamente, los paraísos

Faustino estaba todo el día en la calle procurando con sus herramientas que no se derramara el agua. Y René, cuando no estaba en la escuela, danzaba por ahí con sus amigos o en la casa de una prima de la señora Emilia, Soledad, que cosía pantalones o blusas con los retales que le traían de Algeciras los que disimulaban el contrabando de Gibraltar. Algunas veces, Soledad conseguía buenas lanas inglesas y confeccionaba hermosos abrigos para don Leandro, que tenía dos dientes de oro, o para la señora Riquelme, si el color de la lana o la seda mejoraba la decadencia de sus años.

Según el uso que le diera a la máquina de coser, a Soledad se le bloqueaba el pedal que enloquecía a la aguja y entonces llamaba a René, o René se pasaba sin que le llamaran, para que pusiera el aceite en el agujero preciso de la maquinaria sofocada. De paso, René comía unas galletas de horno que Soledad siempre guardaba en el chinero para las visitas o para los días en que no le daba el trabajo tiempo para hacerse unas lentejas con morcilla o unas habichuelas viudas.

Entre lo mucho que Faustino entraba y salía de sus arreglos y la curiosidad de René, que todo lo preguntaba, ellos eran los primeros en enterarse de las buenas o malas noticias de Baeza que saltaban como lagartijas por el tronco de las parras cuidadas en los patios de las casas.

Esta vez llegaron a conocer el suceso un poco más tarde, cuando el difunto entraba en la iglesia a hombros de personas muy conocidas. A la puerta del templo esperaba el carruaje fúnebre, tirado por dos caballos grises con plumas moradas sujetas a la muserola. Un cortinaje oscuro con borlones dorados casi cerraba el conjunto de la madera labrada donde el ataúd relucía.

Faustino reconoció en seguida a la mujer de Silverio, el ferretero, que lloraba con sus dos hijos detrás del muerto buscando la primera fila casi pegada al altar mayor de la iglesia.

No se podían creer que Silverio, el ferretero, con poco más de cuarenta años hubiese muerto de pronto sin que le diera tiempo a besar a su mujer ni a sus hijos porque el desvanecimiento le vino, al parecer, sacando la llave para entrar en su casa. René, aun siendo un niño, se llenó de tristeza porque uno de sus hijos, Damián, iba con él a la escuela y eran amigos de ir a por tomates o a por espigas, los veranos.

René no había visto muerto a Silverio, el ferretero, pero se lo imaginaba detrás del mostrador vendiendo las cerraduras, los tornillos o las bisagras. O jugando al dominó o a las cartas en la taberna de Rodrigo después de su trabajo. Si se cruzaba con Silverio por la calle, siempre le decía lo mismo: “Has crecido mucho, René”… Y René se medía poniendo señales de papel en el espejo de su casa.

Faustino y René se quedaron escuchando el sermón del señor cura que, aprovechando el oficio del difunto y de la circunstancia de su muerte, habló de las llaves de San Pedro que, aunque vivió entre las redes del mar de Tiberíades, el Señor lo convirtió en ferretero, como Silverio, encargado de las llaves, para que nadie entrara en la eternidad sin su permiso.

Mucho se fijó René en las diferentes caras de los que había en la iglesia con diferentes penas, también. La de su esposa, que casi le salía la sangre por las lágrimas; las de sus amigos que tenían la costumbre de echar con Silverio sus partidas diarias frente a una copa de vino sobre la mesa. Y las caras de la mayoría que van a los funerales por cumplir, que eso en los pueblos tiene mucha importancia, y al final saludan a los dolientes dando una cabezada protocolaria, como si a ellos no les fuera a llegar algún día también el vuelo azul de la muerte.

René quiso acompañar a su amigo Damián hasta las puertas del cementerio para volver solo a su casa mientras pensaba, ya a sus trece años, que a él también le gustaría morirse después de haber vivido entre gentes capaces de llorarlo sin careta. Poque el llanto verdadero surge cuando ya no están aquellos que fueron para uno como el aire necesario en los pasos de cada día. Una vez muertos, ya sólo queda el airecillo que sale de las cazuelas y que señala lo que ese día se va a comer, según las diferentes pobrezas.

Seguro que René, más adelante sentiría que la única verdad no es la muerte, sino la vida que se ha vivido con la llave de abrir, acertadamente, los paraísos.

7 Comments Responder

  1. Mi queridísimo Don Pedro. Es cierto todo ese relato en la mente de René.
    No ha exagerado, es así, verdadero y sangrante.
    Dicen que el corazón no duele, es falso cuando se trata de sentimientos.
    Notas, como se resquebraja dentro de ti
    Cuando no existe despedida…es demasiado el dolor.
    No se puede verbalizar ese terrible momento.

    Pero la verdad tangible de la presencia de Dios, es capaz de aminorar el dolor de una madre ante la partida de un hijo, y más siendo es el único, que le dió lo mejor de si mismo, mientras existió tiempo en su vida para darlo.

  2. Nada tiene más fuerza evocadora que lo cotidiano. Lo que conocemos bien nos sitúa en el lugar y momento preciso. No son necesarias historias de grandes héroes. Las personas habituales que formaron parte de la infancia y preadolescencia nos acompañan siempre.

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