En Villanueva del Cetro sólo había tres taxistas para sus cuatro mil habitantes. Tampoco necesitaban más porque la capital estaba a treinta kilómetros y el tren pasaba cada cinco horas. El más buscado de ellos, Lorenzo, siempre tenía más trabajo del que pudiera acudir porque se le consideraba buen conductor además de hombre cabal y con irónico sentido del humor. Su esposa, Modesta, hacía honor a su nombre; su hija, Juanita, nos gustaba a todos los adolescentes como joya que pudiéramos lucir en los paseos del domingo.
Sentado una mañana junto a él en el asiento corrido de su coche le pregunté por qué sujetaba el volante de su taxi como si abrazara a un oso. Me contestó que si no lo hacía el volante daba vueltas y vueltas como un loco. Yo lo tuve por cierto hasta que conduje mi propio coche: tal era la seriedad con que Lorenzo expresaba sus artificios.
Ahora, escuchando las comparecencias tras el apagón de hace dos días, recordé la descarnada solemnidad de Lorenzo en su mentira… no es cuestión de sujetar el volante, porque lo que en España gira y gira, enloquecidamente, es la incompetencia.
Pedro Villarejo