El fracaso lo describe la RAE como el malogro, el resultado adverso, el suceso lastimoso, inapropiado y funesto, como la caída o ruina de algo con estrépito y rompimiento. Y sí… a nadie le gusta fracasar ni ser atraído por esas desventuras… pero la vida tiene sus vicisitudes y no siempre, y no todo, puede resultar como lo habíamos planeado.
No existen procesos infalibles en las búsquedas. Y acontecido el fracaso, podemos mimetizarnos al mal momento y abandonarnos en nuestra miseria, o podemos asumir la realidad y actuar en consecuencia. Las variables positivas son: la primera, que sólo no fracasa el que no hace nada, toda acción, toda elección trae consigo un riesgo; la segunda, comprender que puede aprovechar la coyuntura a favor o en contra, elija la primera; y la tercera, que es muy probable que ese llamado fracaso, en la distancia no sea tal, sino más bien uno de los mejores aciertos y una reivindicación absoluta hacia usted y su vida.
Se lo digo porque no todos los fracasos lo son y porque, si lo son, no duran eternamente. Sí, mi querido lector, los fracasos no son estados permanentes. Es más, sin afán de alentarlo a más le diré que el aprendizaje que se extrae en cada intento mejorará sustancialmente las probabilidades de éxitos presentes y futuros. Y, si me lo permite… también, sin afán, lo invito a perderle el miedo al fracaso, o bien, a deconstruir y reconstruir la percepción de esta palabra, como acción y acto humano, que tanto mal genera y que es –sin casi percibirlo– un abismo y una carga de la que pocos aprenden a librarse a lo largo de su vida.
Créame, se sorprendería de la cantidad de personas que prefieren seguir viviendo insatisfechas pero seguras, en lugar de asumir el riesgo de un posible fracaso. Y como bien decía Séneca, el miedo a la mala suerte empeora nuestra suerte… Ahí se entierran con el tiempo todos los hubiera que nunca fueron, los ¡¿y si…sí?! O los ¡¿y si no…?! Que tampoco nunca fueron ni serán.
La vida nunca nos sobra, al menos que no hayamos decidido hacer algo con ella. Al fracaso hay que aceptarlo como al éxito en la misma medida de aprendizaje, por supuesto que una se disfrutará más que la otra, sin embargo, depende del enfoque y el uso que elijamos darles, ambas son resultado de las experiencias propias y, como tales, lo importante es saber en quién nos convierten.
Los ojos ajenos pueden hacer muchas interpretaciones del fracaso o del éxito, y eso nunca será importante, lo determinante es cómo usted se sienta y se viva en ellos. Hay que aprender a redefinir el fracaso a través de la experiencia, del aprendizaje y de la conversión de uno mismo.
No hay nada que haga más daño que asumir los parámetros ajenos sin cuestionarlos, usted es libre de definir lo que considera éxito o fracaso, y si me permite más… se lo diré: sólo fracasa el que tiene miedo a no ser quién es y hacer lo que siente que debe hacer. Y si ser quien uno debe y quiere ser resulta para otros un fracaso… Lo invito felizmente a fracasar.
El fracaso o el éxito no es lo que sucede fuera de nosotros, sino lo que sucede dentro. Fracasar es fallarse a uno mismo, a su propósito, sus valores, principios y criterios… fracasa quien no se escucha ni se siente; quien busca la aceptación, el reconocimiento o el amor fuera de uno mismo; fracasa el que soporta el silencio, las faltas de respeto, el de la ceguera voluntaria que se convierte en cómplice de lo inaceptable; el que se abandona, el que somete su espíritu, el que no cree en sí mismo… Por eso, mi querido lector, no deje que nada ni nadie defina sus actos como éxito o fracaso, aprenda a definir sus propias métricas y parámetros, y céntrese en sus prioridades, en lo que es bueno para usted, para su vida y que sus acciones persigan siempre un bien mayor.
Le aseguro que se sorprenderá de lo apasionante que resulta sólo competir consigo mismo y del aliado que tiene en usted cuando se elige como su mejor proyecto. Como siempre, usted elige…
¡Felices éxitos, felices vidas!
*Por su interés, reproducimos este artículo de Paola Domínguez Boullosa, publicado en Excelsior.