Hoy: 11 de febrero de 2025
Hubo un tiempo en que las visitas eran de obligada cortesía. Se solían llevar a cabo en las onomásticas de los parientes muy cercanos; después de la luna de miel, para que los nuevos esposos justificaran con fotos otras horas ajenas a la contemplación y al deleite; y, sobre todo, en el pésame de los muertos conocidos que, según los casos, al difunto le daba tiempo a resucitar mientras los deudos soportaban un escozor de manos deshuesadas en la languidez de las filas infinitas. En cierto pueblo de renombre simplemente inclinaban la cabeza a la vez que pronunciaban con dudosa solemnidad: “¡Hay que joderse”!
De Japón había vuelto un matrimonio entrañable, con cientos de diapositivas ordenadas en sus cajitas por temas y por días. Mi madre estaba de paso y también fue invitada al almuerzo sin que pudiéramos sospechar la hartura que vino después en la consabida explicación de templos y almendros florecidos, de geishas y papeles de arroz, de transportes y comidas… todo en una sucesión de fotos a la que mi madre, aprovechando la oscuridad de las proyecciones, cabeceaba sin disimulo.
…Con el ministro Albares, ella no hubiese podido ser embajadora.