Hoy: 25 de noviembre de 2024
Carlos Malamud
Una de las conclusiones más repetidas sobre la XXIX Cumbre Iberoamericana, celebrada en Cuenca, Ecuador, es la de fracaso. La cita fue, cuanto menos, desangelada y estuvo más pendiente del futuro que del presente. La ausencia generalizada de presidentes latinoamericanos, salvo el anfitrión, más la de Pedro Sánchez, instalaron la sensación de un proceso en caída libre y abrió la puerta para intensos momentos de autoflagelación. De eso sabemos mucho y, lamentablemente, nos estamos acostumbrando.
Esta vez es diferente, tanto por el bajísimo nivel de muchas delegaciones como por el hecho de que tres países (México, Nicaragua y Venezuela), por distintos motivos, no estuvieron representados. Y, por si todo esto fuera poco, dadas las desavenencias entre Cuba y Argentina fue imposible presentar una declaración final que reflejara un mínimo común denominador iberoamericano.
Llegados a este punto, añadiendo mayor dramatismo, la idea converge con la de la pérdida de influencia de España en América Latina. La cuestión es si, con los datos en la mano, se puede llegar a una conclusión tan grave y si ella es válida más allá de las Cumbres y del sistema iberoamericano. Desde el inicio de estas reuniones al más alto nivel, allá por 1991, siempre rechacé la tendencia de evaluar su éxito o fracaso en función de cuántas presencias o ausencias había en lugar de analizar otros datos más tangibles, como programas científicos o proyectos de cooperación.
Sobre las ausencias en Cuenca cabe un par de consideraciones. La primera, la práctica simultaneidad de esta Cumbre (14 y 15 de noviembre) con otras tres de alto nivel: la COP29 (comenzó el 11 de noviembre en Bakú, Azerbaiyán), la APEC de Lima (17 de noviembre con Joe Biden y Xi Xinping) y el G20 en Río de Janeiro (18 y 19 de noviembre). Indudablemente, un gran problema para planificar las agendas presidenciales. Se da la circunstancia añadida de que Perú y Brasil eran países anfitriones, complicando el desplazamiento de sus presidentes fuera de sus fronteras.
La segunda, la rigidez de la presidencia pro tempore ecuatoriana en mantener las fechas, en lugar de buscar otras más accesibles, que facilitaran los viajes de los mandatarios. A esto se suma la mala relación del presidente Daniel Noboa con buena parte de sus pares, ahondada por la invasión a la embajada de México en Quito y el manejo institucional relativo a su reelección.
Volviendo a la influencia de España, partiendo de la base de que su peso actual es diferente al de las décadas de 1980 y 1990, habría que puntualizar ciertas cuestiones. Para empezar, tanto España como América Latina hoy son muy distintas a las de finales del siglo pasado. De un lado, España ha dejado de ser un país bipartidista, con todo lo que eso supone para la gobernabilidad, la búsqueda de consensos y su proyección exterior. Del otro, América Latina es una región fragmentada, lo que impide alcanzar los más mínimos consensos regionales e internacionales.
Y si todo esto fuera poco, las relaciones entre los presidentes latinoamericanos atraviesan un momento de fuertes turbulencias. El mal trato y el cruce de insultos ha traspasado demasiadas líneas rojas, afectando a las relaciones bilaterales. Así, resulta complicado para los grandes actores internacionales allí presentes tener una política de conjunto, como ocurría a finales del siglo XX. Esto le ocurre a España, pero también a Estados Unidos y China, por no hablar de otros protagonistas menores, como Rusia o Irán. No es solo que España tiene problemas diplomáticos o políticos con Argentina, México y Venezuela. También están los de Argentina con Cuba, Brasil y Colombia; Venezuela con Chile; México con Ecuador; Perú con Bolivia y un largo etcétera.
Sin intentar quitarle hierro al tema de la menor presencia española, habría que preguntarse: ¿por qué, si Estados Unidos ha perdido influencia en América Latina, no iba a pasar lo mismo con España? Junto con la relación de conjunto hay que prestar mayor atención a las relaciones bilaterales, que cambian de un país a otro. Además, una cosa es la percepción de la relación, o incluso su discurrir de acuerdo con los cánones oficiales, y otra muy distinta la realidad.
Por ejemplo, el fin del bipartidismo en España y la desaparición de buena parte de los partidos tradicionales en América Latina han aminorado considerablemente el papel del Partido Popular (PP) y del Partido Socialista (PSOE) en las relaciones estrictamente políticas. Pero, esto no significa que la influencia española haya desaparecido, sino que ha mudado de signo. De este modo, una parte importante del protagonismo ha recaído en Podemos y Sumar, en un extremo, y en Vox, en el otro.
Al mismo tiempo, la relación entre España y los países latinoamericanos transcurre, en buena medida, por debajo de la línea del radar de las estadísticas oficiales y descansa en fuertes relaciones personales, familiares y sociales. Estas se han forjado en migraciones continuas entre ambas orillas del Atlántico, ocurridas en diferentes momentos históricos a lo largo de siglos, convirtiendo los vínculos iberoamericanos en algo único e irrepetible. Basta leer los principales medios de la prensa latinoamericana para ver cuán presente está allí nuestra realidad, nuestros creadores e incluso nuestros periodistas y eventos deportivos, como LaLiga.
España en general y Madrid en particular son un polo de atracción para cientos de miles de latinoamericanos, incluyendo algunos de gran poder adquisitivo. En un mundo tan atomizado como el presente, donde la información, muchas veces al compás de las redes sociales, circula en múltiples direcciones y a velocidad de vértigo, cuesta mantener la atención en un solo centro. Esto no disculpa la acción, o inacción, gubernamental, pero también la política y social, en una región donde nos jugamos mucho y con la que existen numerosos temas de conversación.
*Por su interés reproducimos este artículo firmado por Carlos Malamud publicado en El Nacional