Hoy: 7 de noviembre de 2024
La emoción tiene un ciclo corto. La razón, largo. El voto de los estadounidenses ha ido a parar a Donald Trump, 78 años, quien ha sabido enardecer la emocionalidad del votante de a pie. Y, con ella, ha conseguido movilizarlo ante las urnas a través de la creación de un culpable: el enemigo interno procedente del exterior, el inmigrante.
Lo curioso del caso es que Estados Unidos fue fruto de un proceso migratorio a gran escala procedente de Europa y luego allegado desde medio mundo. Y que su legitimidad como nación enraíza, precisamente, en su condición de país multicultural, multiétnico, cosmopolita, inmigrante. He aquí la evidencia: la apuesta de Donald Trump implica deshacer el núcleo ideológico fundacional de los Estados Unidos de América, la raíz de su legitimidad. Truncada la legitimidad, la legalidad se desploma. Y a la ruptura de esta ecuación se le conoce como el basamento, de momento simbólico, de una guerra civil.
La confrontación abierta, a tiros, no sabemos cuándo comenzará; pero en un país donde circulan más de 200 millones de armas cortas de acceso libre, con agudos problemas económicos, sociales, étnicos, fracturado por una desigualdad insólita que deposita la mitad de la riqueza total en el uno por ciento de sus 340 millones de moradores y expulsa de la sociedad a 50 millones de pobres de solemnidad, mientras otro tanto se aparta de ella merced a su sumisión a un centenar de cárteles de la droga, es de temer que la confrontación surja en cualquier momento. Las recurrentes matanzas de escolares son un síntoma de la locura potencial rampante, cebada por la apología de la violencia vertida de manera incesante desde Hollywood.
Esta polarización guerracivilista, sacralizada hoy por los votos, cuenta con un componente que pasa inadvertido, pero que influye realmente sobre lo que aconteció tras la desaparición de la bipolaridad Este-Oeste con la consunción de la Unión Soviética, hace ahora 34 años. Aquella bipolaridad se ha interiorizado intramuros de los Estados Unidos de América. El poder en liza, con proyección mundial, es demasiado apetitoso como para no tenerlo en cuenta.
La base económica de casi todo lo que sucede allí, al decir de los analistas más lúcidos, se encuentra en la desorganización económico-financiera que los nuevos capitalismos, de plataformas, de datos, financieros, aportan al desequilibrio general; si bien el capitalismo industrial, tras la Segunda Guerra mundial, ante la eventual comunistización del mundo, se avino a repartir un poco la cuota de ganancia extraída a los trabajadores y optó por transigir con los sindicatos y la sociedad civil ante la creación del denominado Estado de bienestar, lo cual implicaba aceptar la democracia formal como terreno de juego socio-político, hoy esos capitalismos de nuevo cuño, no solo se desinteresan por la democracia sino que financian -o dejan hacer- a las formaciones políticas de extrema derecha que tan encarnizadamente la combaten. Son mentoras suyas las grandes corporaciones, elegidas por nadie, carentes de otra representatividad que la derivada de la avaricia de sus siempre escasos socios milmillonarios.
Por tal razón, hemos asistido allí a la coyunda de dos excrecencias ideológicas tan altamente tóxicas como el neoconservadurismo y el ultraliberalismo, en un convoluto que, por su peligrosidad potencial, va más allá del que implicó el nazifascismo, de cuya estela de destrucción y muerte sabemos bastante en Europa.
Esa fusión de los discursos neocons y ultraliberal, amancebados en el Partido Republicano y aliados contranatura por la mera sed de negocio, precisa, con voracidad urgente, tasas de beneficio y ganancia que reproducen la desigualdad; y lo hacen creando conflictos sociales y políticos, así como enemigos, internos y externos, reales o ficticios, que garanticen la supremacía de los que mandan merced a los negocios de beneficio neto, como es el caso de las guerras exteriores, de las cuales, Gaza y Líbano son hoy dos de sus expresiones más flagrantes.
La guerra en Ucrania, al parecer, ha dejado de ser negocio, por lo que Trump se aprestará presumiblemente a cerrar el grifo, si le dejan esos poderes fácticos que con tanta desenvoltura operan en el país transoceánico y con algunos de los cuales Trump no se lleva nada bien, léase la CIA, el FBI, la Prensa y los lobbies demócratas que muerden ahora el polvo de la derrota.
Las Fuerzas Armadas son una incógnita, pese a las adhesiones a Trump de altos mandos militares en la reserva y veteranos. Los vendedores de armas recuerdan con la miel en los labios que, en su anterior mandato, Trump elevó hasta 800.000 millones de dólares el presupuesto militar, además de amagar a Europa con comprometerse en pagar la “protección europea” de la OTAN, teledirigida desde Washington.
Por cierto, es difícil no considerar ganador colateral de estas recientes elecciones norteamericanas a Benjamín Nethanyahu, prototipo del político devenido en criminal de guerra, y loado tan aduladora y vergonzosamente por Donald Trump y también por Kamala Harris, incapaz de distanciarse de tan fétida influencia y presumible causa colateral de su derrota en las urnas. Una sociedad como la estadounidense, que se reclama adscrita a valores mayoritariamente humanitarios, cristianos, islámicos o hebreos, no puede admitir, como sus líderes políticos han hecho con su silencio, ni el infanticidio ni el genocidio perpetrados, cada día, contra el pueblo palestino por el Gobierno ultrasionista de Israel.
Ahora Nethanyahu, que en plena contienda ha cesado a su ministro de Defensa, Gallant, para sustituirlo por un ultraortodoxo medio fascista como Katz, calentará la oreja de Trump hasta convencerle que destruir Irán es la manera de quedarse tranquilo él, Bibi, el arrogante matador de personas indefensas, incapaz de negociar el rescate de 101 rehenes aún en poder del brazo armado, las Brigadas Ezzedin Al Qassem, de la organización política islámica palestina Hamas.
En Estados Unidos, los discurso dominantes, tanto republicanos como demócratas, se jactan de reducir el mínimo las competencias del Estado federal. Alardean de que el Estado allí no existe y loan como inmarcesible el individualismo y su libertad tan infinita como privada…. salvo cuando la desgracia, los tifones, las inundaciones, las catástrofes naturales alancean a la población, señaladamente sureña, afroamericana o a la de procedencia hispana, generalmente excluidas de la riqueza por el color de su piel o bien, siempre más de lo mismo, por razones de clase. No faltan bocazas que se desgañitan en demandar la intervención del Estado al que, previamente, se niegan a tributar fiscalmente un solo euro y de los cuales tenemos noticias bien recientes en nuestro país.
Frente a la emoción, cuya satisfacción inmediata resulta siempre efímera y sin resultados prácticos ni tangibles, la razón dicta proceder con mucha prudencia en la política estadounidense. Todo puede saltar en pedazos en cualquier momento.
Cierto que el triunfo de Trump obedece también a un malestar expandido por la sociedad norteamericana, insatisfecha con la gestión política de la democracia por el Partido del Asno y que presumiblemente él trate de afrontarlo y erradicarlo, veremos con qué tipo de medidas.
Pero las credenciales que presenta Trump, su personalidad disfórica, eufórica e irritable en extremo e impredecible, al igual que los antecedentes de su salida del poder en 2020, con un amago de golpe de Estado con la toma al asalto del Capitolio por miles de sus seguidores por él aleccionados, hacen cundir el temor a que el desconcierto se adueñe de la situación ante una crisis de mero grado medio.
De justicia sería conceder al candidato vencedor cien días de gracia para ver por dónde despunta su segundo mandato. Mas, vista su salida anterior de la Casa Blanca, todas las alarmas señalan cautela. Lo racionalmente cierto y grave resulta ser ese desenganche precitado entre el poder de las corporaciones y su desdén hacia la democracia. En ellas reside el verdadero poder, el mismo que transige y autoriza que Trump alardee de ser el exponente de esa falta de respeto hacia la democracia.
La conducta irracional corporativa, investida de poderes estatales gratuita y graciosamente cedidos, no avalados por elección ni representatividad alguna así como versada hacia el expolio de toda fuente de riqueza por mor de un deseo desbocado de ganancia, genera los fundamentos del conflicto que sesga de arriba abajo a la atribulada sociedad norteamericana.
Muchos trabajadores allí han votado a Trump pensando que va a solventar esta contradicción y tragan sus píldoras xenófobas sin reparar demasiado en su alcance, que transforma un conflicto vertical, capital-trabajo, en otro del tipo de trabajador estadounidense-trabajador inmigrante, como arteramente Trump ha hecho.
El enemigo no es el inmigrante, que acude a Estados Unidos pensando en las oportunidades que el sistema le ofrecía décadas atrás. El enemigo real es quien se niega a distribuir la riqueza y el poder de un país rico, con criterios no ya democráticos, sino siquiera meramente humanos. Azuzar el fantasma del inmigrante criminal como causa de todos los males de los estadounidenses es obra de los verdaderos fantasmas criminales, que están llevando a los Estados Unidos de América, otrora faro de libertades, a emprender una lucha suicida contra sí mismo.