“Nunca supo qué hacer conmigo la familia en la que tuve la desgracia de venir a este mundo” (Capítulo 1)

8 de agosto de 2024
6 minutos de lectura
Josefa Fraile Muñoz, en una foto de archivo de su juventud. /FI

Josefa Fraile Muñoz, de 66 años, cuenta en exclusiva para FUENTES INFORMADAS las desdichas de una vida que comenzó cuando su madre las abandonó a ella y a su hermana, de seis y cuatro años, para irse con un hombre

Encoge el estómago la lectura de este primer capítulo sobre la difícil vida de Josefa Fraile Muñoz, quien hoy tiene 66 años y vive en Madrid. En primera persona, y con sus propias palabras, Josefa describe en este serial sobre su vida -cuya primera entrega les ofrece desde hoy en exclusiva FUENTES INFORMADAS- la emotiva historia de una niña y de su hermana, arrojadas por sus desalmados padres al abismo de la desdicha.

Su madre la abandonó en un hospicio del Madrid de los años cincuenta para irse a vivir con su amante tras decirle este que, o se deshacía de sus hijas, Josefa y Carmen, o la dejaba. Prefirió al amante a su hijas. El padre biológico, entregado a la bebida, tampoco las quería. Carmen se quedó con los abuelos paternos y también acabaría más tarde en un centro de acogida.

Josefa, a la izquierda, con su hermana Carmen, cuando eran adolescentes.
Josefa Fraile, a la izquierda, junto a su hermana Carmen, asesinada con 25 años. /FI

En este primer capítulo, Josefa recuerda su primera noche en aquel cuarto oscuro del hospicio de la calle de O’Donnell de Madrid en la que, entre sollozos, vio cómo su madre la entregaba a unas monjas y huía de ella sin mirar atrás. Fue una noche muy oscura en la que el llanto no le sirvió de nada, junto a otros niños igualmente abandonados y acostumbrados a oír llantos ajenos nocturnos también sin respuesta. Desde allí la llevaron más tarde a un refugio de Guadarrama, al norte de Madrid.

A este primer capítulo seguirán otros a través de los cuales Josefa Fraile describe la inmensa crueldad con que la vida castigó su temprana inocencia (la de ella y la de su hermana Carmen), con pasajes que por su crueldad parecen entresacados del laureado libro Las Cenizas de Ángela, de Frank McCourt.

Viéndose solas, las dos niñas se juraron un día, abrazadas, tras ser abandonadas por sus padres, que nunca se separarían, y se prometieron que si eso sucedía alguna vez se buscarían sin tregua hasta encontrarse de nuevo. Un día Carmen desapareció y Josefa la buscó durante 36 años. Y la encontró, pero había sido asesinada con un bebé de seis meses en su vientre.

A continuación, el primer capítulo de este serial, basado en las vivencias reales de Josefa y contando con sus propias palabras

“Nunca supieron qué hacer conmigo en la familia donde tuve la desgracia de venir a este mundo, una familia, por llamarla así, que solo movía el culo por dinero.

Me engendró un señor que maltrataba a mi madre, la violaba, le pegaba cuando regresaba ebrio de sus incontables salidas por la tarde, noche o madrugada, le daba igual la hora que fuera para vivir su vida, una vida que se extinguió por fin hace ya un año.

Mi madre, qué risa…, ¿Qué puedo decir bueno de mi madre? ¡NADA!, bueno, sí, algo si puedo ¡MENOS MAL QUE MADRE NO HAY MÁS QUE UNA! Yo soy madre y no hace falta que me diga nadie el tipo de madre que soy, sé que soy una muy buena madre, y eso que tuve que ejercer como tal sin tener ningún libro de instrucciones, y, francamente, no lo he hecho nada mal, pero que nada mal… ¡Vamos, que no me beso porque no me llego a los codos!

Recuerdo de ella cuando me abandonó con cuatro años en un colegio de monjas, de esas que tenían una especie de tocado blanco simulando a una paloma con las alas abiertas, en la calle O’Donnell de Madrid,  donde ella estaba sentada en las escaleras dos peldaños más abajo de mi y sujetada fuertemente de mi diminuta mano por una de ellas.

Mi madre, qué risa… Intentaba, mirándome fijamente a los ojos, unos ojos, los mios, que no dejaban de mirarla a ella con sorpresa, miedo y tristeza, porque veían cómo sus labios se movían, aunque mis odios no escuchaban nada de lo que me decía.

¿Cómo explicar a una niña tan pequeña, como era yo entonces, por qué mi madre me dejaba en ese lugar [el hospicio] y que nunca volvería a verla? ¡CÓMO! Ella parecía convencida de que yo lo entendía y quería robarme una última sonrisa, y me puso en la mano que me quedaba libre un muñeco del estilo de los barriguitas, pero de caucho.

Imagino que lo hizo para que pudiera acariciarlo y no rompiese a llorar desconsoladamente mientras ella se alejaba de mi sin mirar atrás, envuelta, recuerdo, en un amplio vestido de flores con el que intentaba disimular su avanzado estado de gestación.

Lloré, ya lo creo que lloré, en un camastro junto a otros cuantos niños más, en la oscuridad de una habitación, agarrada con fuerza a mi esperanza, convertida en muñeco. Pero comprendí en ese instante que estaba sola, que no la iba a volver a ver más, que, aunque llorase, de nada me iba a servir.

Lloré, no sé cuanto rato lloré, y también lo hice ya de noche junto a los otros niños, a oscuras, donde solo se escuchaba el sorber de los mocos producidos por los angustiosos llantos cargados de lágrimas que resbalaban por nuestros mofletes hasta los labios. Labios que no eran capaces de contener tanta angustia y lágrimas que continuaban hasta nuestras barbillas y cuellos, caras enrojecidas y húmedas, que, más adelante, unas cuantas de esas religiosas se ocuparon de partírnoslas a hostias para que no se nos olvidase jamás, nos decían, “aquello de que la letra con sangre entraba”.

Pero ahí no empieza mi historia. No se lo vayan a creer. Mi historia empezó desde el minuto cero que me fecundaron estos dos descerebrados que, por fin, ninguno de los dos respiran el mismo aire que yo ahora (los dos ya están muertos). Yo nací con la piel encallecida desde que me encontraba en el vientre de mi madre. De todas las patadas que en el vientre le pegaba el que la preñó de mi, yo tenía la piel encallecida en un cuer po delgado consumido por un sufrimiento que no comprendía.

Como decía, esa fue la penúltima vez que vi a mi madre. Más adelante, cuando tenia 23 años, la busqué y me encontré con ella. No me esperaba lo que me pasó. Sin ningún tipo de consideración, acudió a la cita solo para decirme que la dejara en paz, que ni ella ni su nueva familia sabían de mi existencia. ¡Que no me quería!, que una noche, como una de tantas, mi padre abusó de ella borracho y que de esos polvos… pues estos lodos, o sea yo. Eso me dijo mi madre.

Era la víspera de mi santo, un 19 de Marzo, nunca lo voy a olvidar. Y como no hay dos sin tres, la tercera vez con ella fue la mas dura. ¿Hay algo más doloroso que una madre te repudie? Pues lo hay, que aun sabiendo lo que está haciendo contigo, simplemente, desaparezca, se oculte, y se lave las manos como si con ella no fuera nada.

Dicen que el perro no tiene la culpa de coger la rabia, pero hay que sacrificarlo, es cierto. Lo que pasa es que este perro (se refiere a ella misma) es duro, pero que muy duro de pelar. Habéis intentado por activa y por pasiva acabar conmigo en una época en que era muy pero que muy fácil hacerlo, y no lo conseguisteis.

Me pudisteis matar, me pudisteis detener cuando intentaba esconderme de vosotros, pero nunca lograsteis atraparme para que con el tiempo me tomara la revancha.

Un lugar, un olor, una canción, suelen ser los desencadenantes de recuerdos que a veces desearías que no volvieran una y otra vez, pero regresan y lo hacen con tal furia y sin avisar, que, de momento, te descolocan, aunque al instante reaccionas, y solo se te ocurre unirte a ellos porque no se van a ir, porque son parte de tu vida.

Porque si no puedes con ellos, únete a ellos, encáralos, sácales los dientes y demuéstrate a ti mismo que no solo puedes con ellos, sino que a los que en esos momentos consintieron las barbaridades que hicieron conmigo, les vas a dar la oportunidad de que antes de morirse disfruten gratuitamente de todo el calvario por el que me hicieron pasar.

Pero los dos han muerto. Por ello, mi desahogo será contar de primera mano el mucho sufrimiento que me dieron. Y les seguiré contando en estas páginas mi vida. Mi triste vida. Apenas he empezado.

(El pasado nunca está muerto y enterrado, ni siquiera es pasado. Cuando en mi mente vuelven a abrirse paso los recuerdos de mi infancia ultrajada, mi debilitado cuerpo, una y otra vez, reacciona ferozmente, exigiéndome que continúe luchando por la verdad en un tiempo que hoy no es mucho mejor).

4 Comments

  1. José Antonio Hernández: le conocía como el gran periodista de investigación que es. Pero ahora descubro con sorpresa su magnífica vena narrativa, que me recuerda mucho a Víctor Hugo.

  2. Pues así es, además de un gran profesional, comprometido con su brillante carrera y buscando siempre , no solo la noticia, es capaz de escudriñar más, para demostrarnos, siempre con respeto, que estar bien informado nos hace más libres a todos los que le seguimos.

    Es un buen narrador de historias injustas e impactantes, además de hacerlo con un tacto exquisito, a la hora de trasmitirlo con respeto, sin crear ese morbo tan abyecto.

    Me alegro por Josefa y su querida hermana que la providencia os haya puesto a este magnífico periodista, en vuestro camino.

    ÉL con su escrito, está logrando que ese pasado terrible no se entierre y que aflore en las conciencias, desnudando ante todos los lectores. esa GRAN INJUSTICIA.
    ¡Es un maestro!

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