Hoy: 25 de noviembre de 2024
Los males de la Patria son también los males del mundo occidental. Responder a la pregunta de por qué este malestar rampante inunda nuestras vidas cotidianas requiere de un momento de calma. Pero no todos están dispuestos a concedérselo. Excluyámoslos pues de la reflexión, a sabiendas de que forman parte del problema, no de su solución.
Comencemos por aspectos generales para pasar a los más inmediatos. Desde la implosión de la Unión Soviética, en torno a 1990, nuestro mundo ha cambiado sustancialmente al abandonarse la dualidad bipolar que hasta entonces lo presidía todo. También desapareció temporalmente el miedo a la destrucción mutua por vía de las armas nucleares. Hubo un primer momento en el que la paz pareció ser el término natural de tanta rivalidad. El ideal de paz perpetua de Kant nos salía al paso como una quimera alcanzada ya por la Humanidad. Esto lo decía Francis Fukuyama, asesor de la Rand Corporation, dedicada a idear políticas públicas.
Pero no fue así. Los especialistas en generar conflictos y crisis, los halcones que compran nuestro trabajo a precio de saldo y sus aliados, los que venden armas a precios meteóricos y necesitan mercados para endilgarlas, se inventaron otros tipos de rivalidades y enemistades para justificar la prosecución de su sangriento negocio. Adiós Fukuyana, bienvenido Samuel Huntington. Los nuevos enemigos del sacrosanto Occidente eran, al parecer, dos civilizaciones que el viejo Samuel, apologeta de la guerra de Vietnam, definía como el islamismo y el confucianismo. Ya había dos nuevas coartadas para continuar por la senda de la destrucción.
En el plano de las ideas críticas y alternativas, una pléyade de intelectuales europeos se propuso desmantelar todo lo relacionado con la herencia ilustrada. No se trataba de dejarla morir de muerte natural. No. Había que matarla del todo. Eran algunos de entre los posmodernos. En su encomienda, parecieron descubrir que el poder se sustenta sobre una secuencia infinita de micropoderes. Ergo, antes que nada, había que destruirlos uno por uno.
En la lid, se perdió un tiempo precioso: se obtuvieron muy magros resultados frente a un quintal de energía derrochado en conseguirlos. La lucha política se fragmentó en infinitos escenarios de batalla. Nadie pareció reparar en que únicamente desde la destrucción unificada del macropoder político-económico supremo, tras su conquista, resultaría posible desactivar todos los micropoderes, hirientes, pero menores. El inveterado compromiso de la izquierda con la defensa de las minorías hizo el resto. Casi todo se ciñó a tal lucha.
La capacidad de cambiar las cosas entró en una espiral de desconcierto. Nada se concretaba. Muchos partidos políticos, transformados ahora en etéreos movimientos sin columna vertebral, sin ideología, sin cultura propia ni disciplina alguna, también las organizaciones civiles, se enfrascaron en una lucha desnortada y acabaron por mirarse el ombligo intentando extirpar los micropoderes que a ellos mismos organizativamente les determinaban. Todo quedó limitado al corto plazo, a lo táctico. Lo estratégico, el largo plazo, sería apartado y arrumbado a un lado. El verdadero macropoder, el del dinero y las armas, permaneció incólume.
En refuerzo de tal desconcierto acudió el discurso tecnológico en clave supremacista: ¡olvidaos del Espacio y del Tiempo que conocisteis siempre!, vinieron a decir sus profetas. ¡Desterrad la idea de que la Cultura es razón, experiencia y cambio, avance y progreso! ¡El consumo de tecnología, telefonía e inteligencia artificial, más los algoritmos, os redimirán de todos vuestros males!, se nos repite a diario. Pero el malestar creció sin freno. Nadie es feliz en estas sociedades occidentales nuestras, por mucha tecnología y telefonía acumuladas. Ahora, la silueta de la inteligencia artificial parece proyectarse hacia nuevas versiones de la deshumanización, habida cuenta de la catadura ética subcultural de muchos de quienes teorizan e invierten en su despliegue.
Sobrevino una etapa de estancamiento: aquí no cambió nada y todo quedó como estaba, injustamente distribuido, desigual, inhumano, sumido en un mundo virtual sin conexión con la realidad objetiva, aquella sobre la que creímos que existía independientemente de lo que sobre ella pensásemos. El más atroz de los individualismos se enseñoreó de nuestras vidas. No hay solución, ni transformación: solo impera… ¿quién?: el capital financiero, el dinero, la dimensión virtual por excelencia.
Lo grave es que, a diferencia del capital industrial, que al menos arriesgaba, invertía, coexistía y transigía en algunos, pocos, aspectos con el mundo del trabajo, el capitalismo financiero de hoy no quiere saber nada de libertades, ni de derechos adquiridos por trabajadores y empleados. Se ha transformado en un monstruo rampante, consagrado únicamente a menear el dinero y se ha convertido en el principal enemigo de la democracia. No quiere control alguno sobre sus delictivas transacciones.
Detesta al Estado. Y va a por él, sin importarle para tal fin echar mano de la derecha extrema, que a diferencia de la encarnada por el nazifascismo, presenta hoy un componente antiestatal. Entonces, tras la crisis sistémica de 1929 que dio origen al triunfo del nazifascismo, Hitler era visto como el salvador, desde el Estado, del capital en crisis, crisis, como siempre, inducida por el mismo capitalismo.
La mezcla explosiva la compone hoy la alianza antinatura entre ultraliberales y ultraconservadores, acérrimos enemigos de lo estatal, del mínimo atisbo de planificación, esto es, de asignación de recursos humanos y materiales para conseguir fines necesarios para la sociedad en su conjunto. Todo se deja en manos del mercado que, lejos de igualar, desiguala todo en favor siempre de los poderosos. Es un mercado desigual.
Hoy, en torno a la sacralizada tecnología, surgen prohombres mitificados hasta el colmo, con más poder, incluso, que Estados históricos. Comenzaron por decir lindezas sobre los orígenes, en garajes, de sus inventos y de sus negocios milmillonarios, para tapar bocas y silenciar críticas mediante algunas migajas de sus jugosos réditos dedicadas a la filantropía: eran los nuevos héroes, aquellos que, a sabiendas de que nunca se propusieron arreglar este mundo, el mismo mundo que les hizo milmillonarios, decidieron, unos, embarcarse en cohetes propios y proponerse llevar su mundo al espacio exterior, otros sobrenadaron por encima de la realidad y siguen amasando fortunas ingentes a costa de precarizar, preferiblemente en la periferia, las vidas de millones de gentes.
Descendamos a los aspectos más particularizados aún. En la arena patria, la sociedad civil, si existe, está embarcada en luchas fragmentarias. Cuando no, vegeta y languidece. Hace demasiado tiempo que los partidos políticos han abandonado los filtros que permitían a los mejores acceder a los puestos de mando. Y solo se encumbran los peores: un mero repaso visual sobre quienes están sobre la escena nos permite confirmarlo.
Déspotas de bolsillo, gentes zafias, matones con pulsiones linchadoras… Así, los lenguaraces sustituyeron el arte de la retórica y la persuasión políticas por el insulto y la afrenta de baja estofa. Asistimos a la consunción de buena parte de la clase política en sus propios excrementos verbales, con la ayuda de fantoches foráneos que eructan de manera incesante imprecaciones, melonadas, fantasías aberrantes signadas por la inmoralidad antisocial más aterradora e inhumana. Pero se les aplaude y se acude a sus citas.
Para poner orden mental sobre tanta irresponsabilidad, ante esta consunción de las formas y los contenidos políticos democráticos, será preciso tener en cuenta, entre muchos otros, dos elementos: uno, que lo que está realmente en peligro no es la formalidad democrática electoral, el rito de las urnas; no. Lo que peligra en realidad es el Estado de Derecho, el contenido en derechos y libertades que da sentido a la democracia, como reciente y brillantemente formulara la politóloga y exdiputada Carolina Bescansa.
Formaciones políticas reaccionarias quieren desmantelar el sistema de derechos y libertades tan trabajosamente conseguido. Del mismo modo, de que la acción política de los partidos y movimientos políticos ha sido sustituida por la mera comunicación política, a ella se debe la esclarecedora idea.
Ello lleva a las frondas autorreferenciales, circulares y sin salida, en las que la política española se halla enredada y atrapada. No hay apenas hechos políticos, no se avanza o se avanza legislativamente muy poco. Sobran la ley Mordaza y la ley de Secretos Oficiales. Y si alguna fuerza política se empeña en actuar políticamente con medidas legislativas progresistas y avances, por ejemplo, salariales o relativas a pensiones, se le castiga en las urnas, quizá por no querer formar parte del espectáculo. El mundo al revés.
El impacto sobre miles de jóvenes del discurso telemático, telefonía más informática, les ha desprovisto de lenguaje y, consiguientemente, de criterio. Lo alfabético-analógico de la cultura espacio-temporal en la que los adultos fuimos educados, ha sido violentamente reemplazado por lo icónico-virtual, deshistorizado y deslocalizado, ceñido a lo inmediato, a un desesperante presente continuo y emocional que neurotiza las mentes con dependencias generadas por la sumisión a los ritmos y frecuencias de memes, guasaps y likes.
La memoria miles de jóvenes no llega, hoy, más allá del miércoles pasado. La precariedad laboral y salarial hace estragos en ellos. Pero la experiencia, la lucha, la historia, la pugna sindical por la mejora de sus condiciones de vida, carecen pues para muchos de ellos de sentido. Las denominadas redes sociales, en las que suelen quedar atrapados, nunca fueron sociales; más bien bloquean cualquier vestigio de comunicación que sellan por un narcisismo que replica con exactitud el individualismo tan funcional al sistema de dominación asociado al capitalismo financiero y el de las llamadas plataformas.
Para añadir dificultades, los medios de información han dejado de mediar socialmente, tal era su misión: poner en relación a sectores sociales distintos a través de la información, un bien social, público, que desde el Periodismo se extrae, se organiza y se devuelve a la sociedad. Pero no. Ahora información y opinión se confunden intencionadamente, generando una confusión sin precedentes.
Para colmo, se identifica la información, la base factual de la realidad, con la comunicación, que es la socialización dialógica, racional, de la información. Uno puede estar muy informado pero plenamente incomunicado, si ese bagaje informativo no es sometido al criterio que procede de su sanción social por la vía del diálogo, el contraste, el intercambio, la interacción social y el consenso intersubjetivo que valida la información y la convierte en comunicación.
Para colmo, las universidades se han convertido en factorías meramente comerciales. El pensamiento y el saber parecen haber abandonado las aulas. No se investiga y cuando se investiga, se abordan siempre los mismos tópicos. Proliferan, en número, las universidades pero la excelencia mengua cada hora.
Un catedrático jubilado recibe 1.300 euros de pensión. Y ello repercute en la calidad de la cultura y de la política. Además del Cine, ¿se tiene constancia de alguna otra forma de Cultura que importe? ¿Hay alguien que se esté planteando qué va a pasar en un país como el nuestro, cuya principal fuente de ingresos es el turismo, cuando en unos pocos años el cambio climático convierta en desérticas las playas de Levante y del Sur con temperaturas a 50 grados?
¿Alguien se percata de que fortificar la natalidad local, a través de medidas que la faciliten y amplíen el inquietante marco de las familias con un solo hijo, es una apuesta estratégica crucial para la supervivencia económica y vital de nuestro país? ¿Qué apuesta industrial se cocina entre los grandes, para mitigar la dependencia del sector terciario?
¿Hay alguien dispuesto a meter mano a las exacciones de las distribuidoras de los productos agrarios? ¿Queda alguien sobre la escena capaz de reparar en que las grandes corporaciones multinacionales son en realidad las que rigen nuestro país en clave privada, a espaldas de los intereses mayoritarios, públicos?
¿La revisión de una fiscalidad olvidadiza con los poderosos y férrea con las capas medias, es puesta realmente en cuestión por alguno de los poncios lenguaraces, faltones e iletrados presentes sobre la arena política? ¿Se cumplen las promesas electorales y se sanciona a los partidos que las incumplen? ¿Imponen los jueces a los corruptos la devolución de los dineros públicos robados o malversados?
Se dirá que sí, que aún quedan gentes cultas y bienintencionadas, con sentido de Estado y ganas de hacer país. Pero todos sabemos que son las menos. Y conocemos también que para sacar adelante sus propuestas de avances sociales necesitan de consensos que una oposición inculta, antipatriótica pese a las banderitas de sus muñecas, y encastrada en el No, impide cada minuto, como única función que se plantea en su desnortada, tóxica y socialmente tan dañina trayectoria parlamentaria.
La calidad de la función administrativa, pese a la conciencia de servicio público de unos pocos, registra lo que algunos definen como mínimos históricos. La descentralización democrática ideada para combatir el asfixiante centralismo de la dictadura, generó una duplicación de las administraciones con competencias que algunos/algunas titulares Gobiernos regionales interpretan como les da la gana, obstaculizando la celeridad de las gestiones exigidas por la ciudadanía.
La iniciativa personal de cualquier funcionario versada hacia la mejora de la gestión hacia el público sigue siendo no solo vista con recelo, sino también oficialmente prohibida, tal como alertara ya Max Weber hace casi siglo y medio. Exigencias apremiantes como el Ingreso Mínimo Vital tardan meses, cuando no años, en ser tramitadas, truncando las expectativas existenciales de quienes, en verdad, lo necesitan.
La Sanidad se ve sometida a privatizaciones sin cuento, mientras la pública, tras ser cruelmente alanceada por las pulsiones privatistas, comienza da dejar mucho que desear. En cuanto a la Educación, crece el pánico estatal a lo que pueda hacer la Iglesia –con medios radiofónicos propios con alto grado de toxicidad desinformativa y réditos electorales– por lo cual se le privilegia en detrimento de la calidad de la enseñanza pública. Así, las familias de clase media desertan apresuradamente hacia la privada, mientras el profesorado, en muchas ocasiones decepcionado y, consiguientemente, desmotivado, languidece con salarios injustos.
En el mundo del trabajo, en numerosos cometidos y oficios no es posible hallar ya trabajadores locales que se brinden a asumirlos. Se recurre a los inmigrantes, a los cuales se les achaca, sin embargo, el protagonismo de la delincuencia, pese a que vienen a ser quienes sacan las castañas del fuego al sistema asumiendo todo el trabajo que nadie quiere asumir. Las críticas a los sindicatos proliferan, sobre todo por parte de quienes son incapaces de dedicar media hora de sus vidas a plantear, junto a sus compañeros, los problemas y las soluciones laborales para atajarlos.
Todo este lóbrego panorama llena de infelicidad a miles de ciudadanos. ¿Hay razones y medios para revertirla? Sí, desde luego. Pero la mejor manera de perpetuarla es negarse a analizar objetivamente sus causas, para poder así conjurar sus efectos: democracia es el antídoto. Respeto, escucha, imaginación. Serenidad, análisis, empatía. Esfuerzo. Confianza en la experiencia de los mayores y en la potencia de los jóvenes. Derechos. Libertades. Europa social. Paz.
(Continuará….)