Entre los afortunados estuvieron familiares del alcalde, panaderos, agentes de policía y hasta el coadjutor de la iglesia
El 22 de diciembre de 1964, el pequeño municipio de Fortuna, en Murcia, vivió un día que cambiaría su historia. Tras una madrugada marcada por lluvias y un rayo que alcanzó el reloj de la iglesia de la Purísima Concepción, la mañana trajo un inesperado golpe de suerte: el primer premio del Gordo de Navidad, con el número 20.426, recayó sobre esta localidad. El premio, que repartió 37,5 millones de pesetas, cambió la vida de sus aproximadamente 6.000 habitantes, en su mayoría trabajadores de la tierra y de origen humilde.
La administración de lotería de María Consuelo Marco jugó un papel clave en la distribución del número ganador. Su hijo, Jorge Lajara, llevó los talonarios al Ayuntamiento, desde donde el cabo de la Policía Local, Joaquín Palazón, recorrió las pedanías vendiendo las papeletas. Muchas de estas se quedaron en manos de vecinos que, aunque no tenían dinero para pagarlas en ese momento, finalmente disfrutaron de una inesperada fortuna. “Mucha gente no tenía ni para pagar las papeletas, pero luego pudieron construir baños o comprar casas”, recuerda Sáhara Palazón, hija del cabo.
La noticia generó una ola de celebraciones que involucró a todo el pueblo, con cohetes lanzados frente al Ayuntamiento y vecinos llenos de entusiasmo. Entre los afortunados estuvieron familiares del alcalde, panaderos, agentes de policía y hasta el coadjutor de la iglesia, Juan Cánovas, quien repartió su premio entre obras benéficas y personas necesitadas. Algunos, como la familia de la actual regidora, Catalina Herrero, usaron el dinero para mejoras básicas, como arreglar su casa y comprar una televisión.
Ese día quedó inmortalizado en la memoria colectiva de Fortuna, tanto por los cambios materiales como por el espíritu de unidad y esperanza que trajo al municipio. “Fue un momento muy especial, sobre todo porque ayudó a los que más lo necesitaban”, destaca Herrero. A casi 60 años de aquel histórico sorteo, los fortuneros aún recuerdan con cariño cómo un simple número transformó su pueblo en símbolo de buena suerte.