MARIANA BERMÚDEZ
México se cimbró esta semana. La violencia y los derechos humanos se colocaron de nuevo en el centro de la opinión pública. No por una cuestión de logros, sino por retrocesos y sucesos que ponen en riesgo nuestra vida personal y colectiva. El asesinato del padre Marcelo Pérez en Chiapas, el intento de eliminar las vinculaciones hacia los estándares internacionales en materia de derechos humanos y la relección de la presidenta de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH).
Todos los procesos que se desarrollan día a día en los territorios del país se encuentran enmarcados en el contexto de la violencia estructural y del crimen organizado que parece no tener fin.
De acuerdo con el informe de 2024 presentado por el Índice de Paz México (IPM), del Instituto para la Economía y la Paz (IEP), en el país la paz aumentó 1.4 por ciento durante 2023, después de cuatro años en detrimento. Aunque hubo una mejoría general, las causas de la violencia en los territorios se agudizaron donde los crímenes por la delincuencia organizada fueron el indicador más alto desde hace nueve años. En cuanto a la violencia política, ésta se ha recrudecido en los pasados tres años, siendo los homicidios por arma de fuego la principal causa.
En comparación con 2015, considerado como uno de los años más violentos, 2023 fue menos pacífico en México. Si bien las estadísticas brindan un panorama cuantitativo de la paz en el país, ¿realmente podemos ver eso en nuestros contextos? ¿En dónde se encuentran nombradas las personas defensoras asesinadas? ¿Cómo redefinimos y comprendemos la paz más allá de la ausencia de la violencia o las armas, sino como un camino hacia la construcción de vida digna? ¿Cómo seguimos defendiendo la vida de nuestra comunidad en medio de las balas?
Esta semana se ha puesto en evidencia una vez más la ruptura de aquellos “pactos sociales de protección implícitos” hacia lugares, instituciones y personas que históricamente han sido “respetadas” por el crimen organizado, como lo fue la Iglesia. Hace dos años, el 20 de junio de 2022, fueron asesinados los padres jesuitas Javier Campos y Joaquín Mora en la comunidad de Cerocahui, en Chihuahua, derivado de su labor en la reconstrucción del tejido social y el acompañamiento a los pueblos.
El 20 de octubre de 2024, al sacerdote Marcelo Pérez también se le arrebató la vida por su lucha en la construcción de paz y la vida de los pueblos en San Cristóbal de las Casas, Chiapas. Ambas injusticias se enmarcan en territorios con autoridades ausentes, donde la presencia del crimen organizado es mayoritaria y la defensa de la vida se ha convertido en una lucha diaria ante las amenazas y las balas, tanto de los cárteles como de cuerpos militares.
La búsqueda de justicia ante los crímenes de Estado se ha logrado gracias al impulso de las comunidades y las organizaciones de la sociedad civil que la acompañan mediante mecanismos que cuentan con la implementación de los más altos estándares en materia de derechos humanos.
Sin embargo, esta semana esto también se puso en riesgo a través de una iniciativa de reforma constitucional donde esos estándares quedarían fuera de la defensa de los derechos humanos y sujetos a mecanismos internos que no han brindado soluciones. Si aun teniendo obligaciones internacionales para el respeto y la protección de los derechos humanos, ¿qué podríamos esperar sin estas herramientas de interlocución y observancia internacional?
Es importante mencionar que la CNDH, uno de los mayores órganos en materia de derechos humanos, se encuentra en cambio de titular y administración. Este organismo no sólo ha tenido deficiencias para atender y escuchar a las víctimas de violaciones graves de derechos humanos, sino que su autonomía y apego a las normatividades de su actuar no han sido claras. Este panorama conjunto tiene síntomas y reflejos claros de la crisis de derechos humanos y de institucionalidad que se vive en el país.
El gobierno no ha logrado atender la violencia estructural ni tampoco genera acciones para combatir el crimen organizado que no se centren en la militarización y el aumento de las armas en las comunidades, sino que incorporen procesos de construcción de paz desde el enfoque de derechos humanos. Las balas no se combaten con más armas, sino con proyectos de pacificación en los territorios, comprendiendo las causas estructurales que detonan la violencia y generando mecanismos comunitarios para la protección de la vida.
Sin instituciones comprometidas en garantizar los derechos humanos, enfocados en las necesidades de las víctimas de la violencia y los crímenes de Estado; sin acciones que promuevan la paz y la reconstrucción del tejido social, y sin personas defensoras que levanten la voz por las injusticias; no habrá quien construya otros mundos posibles. Porque sin derechos humanos no hay justicia, sin justicia no hay paz, y sin paz no hay vida en dignidad.
Reproducimos por su interés este artículo publicado en La Jornada con la firma de Mariana Bermúdez