Esta historia mezcla lo sagrado con lo trágico, dejando entre los muros del panteón el eco de las vidas que, aun en su olvido, siguen contando historias de redención, humildad y misterio
Se dice que el aire seco en esta bóveda subterránea evita la proliferación de hongos y bacterias, preservando los cuerpos de los muertos. Por ello, en apenas 15 o 20 años, estos cuerpos han alcanzado un estado de momificación natural. Así lo explicaron quienes me guiaron por este lugar, donde los muertos parecen haberse detenido en el tiempo.
Uno de los cuerpos más impactantes es el de una momia cuyos ojos, abiertos y de un azul penetrante, parecen mirar desde un rostro cuya boca perpetuamente abierta refleja un gesto de profunda angustia. Su piel, amarilla y reseca, se adhiere a los huesos como un pergamino frágil. En este panteón, los cuerpos de los indigentes, los olvidados por la sociedad, yacen alineados en un pasillo subterráneo. Parias, vagabundos y desdichados que murieron solos, bajo el cielo estrellado de un frío invierno, son los protagonistas silenciosos de este oscuro rincón.
Entre estas historias de soledad y tragedia, destaca la de la momia de los ojos azules. Se cuenta que este hombre fue un errante, alguien sin raíces ni familia, quien vagaba por los callejones y tugurios de la ciudad, víctima del destino que condena a los invisibles de la sociedad. Pero su relato no está completo sin mencionar al fraile humilde, un hombre de vida austera que dedicó sus días a consolar a los pobres y a fortalecer a los débiles.
Vestido con un tosco sayal y calzado con sandalias de tierra, el fraile adquirió fama de santo entre la gente del pueblo. Su caridad y humildad lo distinguían de los clérigos adinerados, y se decía que llevaba un cilicio como signo de penitencia bajo sus vestiduras. Su nombre era pronunciado con respeto, y sus virtudes se volvieron legendarias.
Una tarde, mientras cruzaba por Los Portales de la Plaza de Armas, un hombre ebrio lo empujó con violencia, derribándolo al suelo. Mientras el fraile se arreglaba la ropa con calma, el agresor le lanzó una serie de improperios irreproducibles. En respuesta, el religioso le dijo con serenidad: “Gracias, hijo, y que Dios te perdone”, antes de continuar su camino. Sin embargo, el hombre, a pesar de su estado de embriaguez, notó algo extraño: el fraile no caminaba sobre el suelo, sino que parecía deslizarse a unos centímetros del empedrado. Confundido, atribuyó lo que vio a los efectos del alcohol.
Días después, el mismo hombre sufrió un accidente fatal cuando el techo de una mina en la que buscaba refugio se derrumbó sobre él. Agonizando, pidió que le llevaran a un sacerdote. Para su sorpresa, quien acudió a darle los últimos sacramentos fue el mismo fraile al que había insultado días atrás. Horas más tarde, el hombre murió, y su cuerpo quedó con los ojos abiertos de par en par y la boca congelada en un gesto de angustia, como si hubiera vislumbrado algo más allá de este mundo.
Así, esta leyenda mezcla lo sagrado con lo trágico, dejando entre los muros del panteón el eco de las vidas que, aun en su olvido, siguen contando historias de redención, humildad y misterio.
*Por su interés reproducimos este artículo de Froilán Meza Rivera publicado en El Diario de Chihuahua.