CARMEN UCEDA DEL PUERTO
Desde casa, con un plato caliente sobre la mesa, un hogar apacible y la vista en el televisor, muchas familias resoplan al ver, por un instante, banderas palestinas ondeando alrededor del circuito. Aquel donde se decidiría quién sería el ganador de la Vuelta a España. Donde se podría sentir la división de ideales, y donde ni los gritos ni los policías increpando a los manifestantes podían ocultar la muchedumbre tóxica de la competición.
Entre esas familias, como muchas, se encontraba la mía. Me sorprendía ver cómo mis padres –los mismos que me alentaron a levantarme, a luchar y a gritar ante las injusticias– ahora maldecían a quienes luchan por lo justo. Mientras yo, rezagada en el sillón, me lamentaba internamente por no acallar sus críticas infundadas. Aquellos, quienes me dijeron que no bastaba con quejarse, quienes me enseñaron que había que quemarlo todo para ser escuchados, horrorizados por unos manifestantes que invadían el trazado y destrozaban las vallas, pese a que la verdadera invasión iba mucho más allá de una simple carrera.
Ojalá fuera solo eso.
Al escuchar sus lamentos, mientras comíamos y seguíamos observando la pantalla, argumentaban que había que defender lo nuestro, no lo del resto. Pero, ¿qué es ‘lo nuestro’? ¿Dónde empieza ‘lo nuestro’ y termina ‘lo suyo’? ¿Cuándo nos tengan atados de manos y pies y no nos podamos defender? ¿Cuándo nos quiten la comida que llevarnos a la boca, el entretenimiento y el hogar?
¿Dejará de ser ‘suyo’ para ser ‘nuestro’ cuando afecte a nuestro privilegio?
Cuando seamos incapaces de luchar por lo nuestro, cuando todos sean testigos del baño de sangre. Cuando el resto calle, como alguna vez nosotros lo hicimos con Palestina ¿quién creen que alzará la mano por nosotros? ¿Creen que nos va a ayudar cuando no nos podamos levantar? ¿Creen que van a salvarnos de lo que alguna vez fuimos?
Testigos silenciosos, arrastrados por la tempestad y la guerra mediática. Pese a todas estas preguntas, seguimos pensando que no es nuestro problema. Pensamos con egoísmo, y el egoísmo nos consume. Deseamos desconectar de la realidad. Evitamos ver el conflicto a los ojos, aunque callar signifique que somos parte del problema. Forjamos un escaparate de normalidad, como la Vuelta Ciclista, y cuando la normalidad se rompe, llega la incomodidad.
La incomodidad se alargó por varios días, enmarcada por el telediario. Y pese a las quejas –de mis padres, de la gente, de no poder disfrutar el deporte con normalidad, de ese espectáculo, de esa falsa normalidad–, pese a todo ello, todo se desvaneció tras el fin de la carrera.
Para mi sorpresa, mis padres cambiaron de canal. No mostraron ni un ápice de interés en conocer al ganador. No les importó si hubo complicaciones, si Jonas Vingegaard se regodeó encima de una nevera en vez de en un podio, ni los galardones ni los premios. Lo único importante era acallar las voces, las verdades incómodas, aquellas verdades que no quieren ser escuchadas.
Y en ese último momento, cuando la indiferencia por el ciclismo se hizo presente junto con ella se encontraba la indiferencia ante el sufrimiento humano. Aquel que nos incomodó al principio, y que resonó hasta el cambio de canal. Así, las protestas se silenciaron, y con ellas nuestras propias voces, nuestra capacidad de actuar.