La certeza en sus ojos

“El misterio es lo más hermoso que podemos experimentar. Es la fuente de todo arte y ciencia verdaderos.” – Albert Einstein

JAVIER CASTEJÓN

Jeremías Carpenter había pasado su vida buscando ecuaciones que pusieran orden al universo. Profesor de física cuántica durante más de cuarenta años, recorría las pizarras con símbolos y fórmulas como un cartógrafo del caos. Entre todas las lecciones que impartía a sus alumnos, había una que siempre cerraba el curso: el principio de incertidumbre de Heisenberg.

“Cuanto más precisamente conoces la posición de una partícula, menos conoces su velocidad. Y viceversa.”

Era, en apariencia, una ley fría de la física. Pero para Jeremías siempre tuvo un latido humano: la vida también parecía regirse por esa norma invisible. Cuanto más trataba de fijar un punto en su existencia, más se desdibujaba la dirección que tomaba. El destino, como un electrón rebelde, no admitía ser observado sin cambiar de curso.

En lo personal, la idea lo había acompañado como una sombra constante. Nunca supo con certeza si había tomado las decisiones correctas, si sus afectos y renuncias habían sido los adecuados. Había intentado medirlo todo, incluso el amor y la pérdida, como si fueran magnitudes calculables. Pero siempre había algo que escapaba a la regla.

Ya jubilado, vivía entre un jardín que cuidaba sin método, libros apilados y el rumor lento de los días. Hasta que llegó Alicia, su nieta, con apenas seis meses de vida. No hablaba, no caminaba. Pero lo miraba. Y esa mirada fija, repetida cada vez que se inclinaba sobre la cuna o la sostenía en brazos, lo detenía por dentro.

No era la distracción errante de un bebé que se pierde en las luces o los ruidos. Alicia lo buscaba con los ojos y no los apartaba, como si lo midiera con una paciencia infinita. Una observación pura, sin juicio, sin prisa. Y, a diferencia del mundo subatómico, esa medición no lo alteraba: lo confirmaba.

Una noche de verano, mientras la acunaba, recordó una cita de Rainer Maria Rilke que había leído en su juventud:

“Ama las preguntas como habitaciones cerradas, como libros escritos en una lengua extraña.”

Comprendió que tal vez la vida no consistía en abrir todas las puertas ni en descifrar todas las páginas. Tal vez consistía en permitirse ser observado así, y saber que no había nada más que resolver. En ese momento, el principio de incertidumbre se le reveló bajo una luz nueva: la certeza de existir plenamente en la mirada de Alicia.

Pensó entonces en Einstein y en aquel aforismo que tantas veces había citado en clase: “Dios no juega a los dados con el universo.” Siempre lo había entendido como una negación del azar. Ahora lo sentía distinto: quizá Dios no jugaba a los dados, pero sí dejaba caer, de vez en cuando, una coordenada perfecta. Y esa coordenada era, para él, ese instante exacto con su nieta.

Cuando por fin la dejó dormida en la cuna, salió al jardín. Era agosto, y la noche traía el aire tibio de verano. Sobre su cabeza, el cielo desplegaba su tapiz estrellado. Recordó que esos días llegaban las Perseidas, y buscó en lo alto.

Entonces, lo vio: una estrella fugaz cruzó en silencio la bóveda oscura. Fue tan rápido que podría haber dudado de haberlo imaginado, pero lo sintió como una firma. Como si el cielo rubricara lo que acababa de suceder en la tierra. Una confirmación cósmica, un susurro que decía: “Sí, esto es.”

Jeremías sonrió en la penumbra. Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, no sintió la urgencia de medir, predecir o calcular. Había dejado de pelear contra la incertidumbre. La comprendía, la aceptaba… y, gracias a unos ojos de seis meses y a una estrella fugaz, había encontrado su certeza.