¡Qué forma más vil de acabar con el honor de una persona!, pensé.
Hace años yo acudía a una tiendecita, un negocio familiar, donde encontrabas todo lo necesario para llenar la nevera. El dueño era un hombre amable y muy trabajador que junto a su mujer atendían el pequeño negocio. Su hijo mayor se encargaba del reparto al regresar del Instituto.
Todos pasábamos por esa tiendecita de barrio, siempre abierta, a muchos nos solucionaba la compra al regresar del trabajo a última hora. El dueño estaba muy agradecido con los clientes que tenía, y siempre nos atendía con agrado. Solía contarnos la satisfacción que sentía de poder vivir del negocio y dar estudios a sus hijos.
Un día, comenzó a rondar por la zona un rumor que unos habían oído y otros daban como cierto que trapicheaban con drogas: fue la palabra maldita. Dio paso a crear entre unos y otros la desconfianza y, poco a poco, dejaron de entrar.
Ese pobre hombre, honrado y trabajador, cayó en desgracia y cada vez acudía menos gente. Y comenzó la mayor pesadilla para toda la familia: el miedo, el dolor y el sabor amargo de la injusticia. Muchos de sus vecinos no creyeron el rumor, pero los maledicentes lo expandieron de tal forma que lo convirtieron en cierto.
Justo en la esquina posterior habían comenzado una obra en un local más grande que supliría con creces al anterior; su inauguración sería un alivio para todos los residentes. Por fin el dueño de la tiendecita se vio forzado a cerrar y se trasladó con toda la familia en su pequeña furgoneta a otro lugar donde empezar de nuevo.
Pasó casi un año desde la apertura. Tenían muchos clientes y era difícil encontrar un lugar donde aparcar.
Una tarde de un lluvioso día de otoño, varios coches de policía aparcaron en la puerta del establecimiento, hicieron salir a todos los clientes y cerraron la entrada. Se quedaron varias horas dentro; salían con cajas una y otra vez que cargaban en los furgones y, por fin, salieron esposados los dueños. El local fue clausurado por la policía y, otra vez, nos quedamos sin suministros para el vecindario.
Todos los vecinos queríamos saber, esperábamos noticias, salió un pequeño recorte en un periódico local sobre el registro y pasaron varios meses hasta que pudimos saber la verdad.
Tiempo después se supo que estos nuevos propietarios fueron los partícipes de lanzar el bulo sobre el dueño de la Tiendecita y no necesitaron mucho tiempo para, con esa mentira, apoderarse de la zona y crear un foco de destrucción para todos los que vivíamos en el entorno.
Sólo hizo falta un año para que la verdad saliese a la luz, pero el daño que causó aquella calumnia a una familia inocente quedó para siempre en nuestra memoria.
El honor se lo gana uno por sus actos pero el deshonor creado con una mentira, te puede destrozar la vida.