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El hombre de la oreja herida

Trump I Fuente: Europa Press

RAFAEL FRAGUAS

Tal podría ser el título de un filme de Hollywood, tan mimetizado con el poder en los Estados Unidos. La otrora fábrica de sueños se ha transformado en plataforma de pesadillas. Algunas de estas zozobras, preludiadas tiempo atrás por los guionistas más imaginativos, se están cumpliendo puntualmente en la escena estadounidense: es el caso del acceso a la Casa Blanca, muy presumiblemente replicado en las elecciones presidenciales del próximo mes de noviembre, de un personaje nacido en Queens, Nueva York, en 1946, en el seno de una familia rica vinculada al negocio inmobiliario. Frustrada su vocación de marino tras haber estudiado para ello en una academia privada, Donald Trump, adolescente inquieto, se abría paso en el mundo de los negocios provisto de una personalidad bipolar, donde la euforia, un entusiasmo desenfrenado, coexistía caprichosamente con la disforia, una irritabilidad súbita e imprevisible. Rasgos ambos acentuados hoy, a sus 78 años.

Exaltado, dueño de un potente e imperante ego que convertía cualquier desavenencia de sus allegados en deslealtad hacia su persona, el mundo de los negocios se ofrecía ante él como escenario donde saciar una ambición que incluso sus íntimos consideran desmesurada. Su principal actividad, desplegada desde la empresa inmobiliaria familiar por él heredada, consistía en la construcción de rascacielos. De cientos de ellos pobló numerosas ciudades de otros tantos Estados del Este y del Sur del país norteamericano. Una copiosa fortuna amasó en sus bolsillos.

El componente narcisista de la personalidad de Donald Trump le llevaría poco a poco a adoptar distintas formas de exhibir su poderoso impulso hacia la notoriedad, como estrella de los denominados reality show, los programas de televisión signados por un comunicador o comunicadora capaces, como él, de convertirse a sí mismo en espectáculo.

Acuñada una fama mediática a caballo entre el histrionismo y la humorada, Donald Trump, a la sazón millonario, que incluso compareció en películas haciendo de Donald Trump, se propuso financiar el concurso de Miss Universo. Para entonces, ya había logrado acreditarse como figura mediática descollante en la elitista cúspide de la Prensa frívola neoyorquina -por extensión, estadounidense- donde compartía su cetro con actores y actrices de talla, opinadores, críticos de Arte y costumbres, periodistas del corazón y demás gentes del menudeo anhelantes de fama, que no de prestigio.

El salto a la política de Donald Trump vino determinado, como tantos hechos de su vida, por un impulso protagónico trufado asimismo por un empuje descalificador contra rivales reales o supuestos que hallaba en su camino. En su caso, tal rencor se vio proyectado contra determinadas figuras del Partido Demócrata, formación a la que, sin embargo, él había contribuido a financiar electoralmente con jugosas sumas.

Movimientos telúricos de distinta intensidad habían ido erosionando la confianza de las bases electorales en las políticas del Partido Republicano por la deriva de la gran involución capitaneada por Ronald Reagan a partir de 1981. Aquella deriva sepultó al partido del Elefante bajo una rampante marejada que lo llevaría hacia posiciones muy extremas, consideradas fundamentalistas, con retornos a las bases doctrinales de los llamados Padres de la Nación. Tal sería el caso del Tea Party. Fue entonces cuando personajes como Donald Trump comenzaron a cobrar entidad como referentes de un nuevo tipo de éxito personal y de dignidad patriótica para el norteamericano de a pie, golpeado en sus salarios y en su calidad de vida por la globalización, la ampliación de la competencia mundial amenazante sobre la somnolienta industria estadounidense, así como por las crisis cíclicas inducidas por el capitalismo financiero allí vigente.

Ese sistema económico se hallaba frenéticamente apremiado por conseguir tasas de ganancia en nuevas fuentes de valor, las tradicionales fuentes de la industria y el proletariado languidecían cada vez más secas. Mas solo los avances tecnológicos aplicados a la producción y surgidos en Sillicon Valley lograrían amortiguar con nuevos flujos de productividad, quiebras de pequeñas empresas y altas tasas de desempleo, todo ello en detrimento de la organización del trabajo en clave fordista.

El norteamericano de a pie culpaba a la indefensión contra la globalización y a la oligarquía neoyorquina de todos sus males. Por ello, el surgimiento de un personaje heterodoxo, un neoyorquino de nacimiento como Donald Trump, cada vez más enfrentado al sistema como sus intervenciones públicas y profundamente proteccionistas mostraban, fue visto desde la América profunda, Oklahoma, Michigan, las Dakotas o la mítica Peoría, como el revulsivo perfecto para acabar con la arrogancia de Wall Street, el polo financiero por excelencia, que concitaba todos los rencores populares y recibía todas las culpas surgidas de la escena.

Ese fue el sustrato elástico desde el cual Trump comenzó a saltar y saltar hasta llegar a la cumbre. América era lo primero, según acuñó como eficaz lema electoral. Como bestia negra personal eligió a Hillary Clinton, emblema del más descarnado pragmatismo asociado por aquel a lo peor del Partido Demócrata, muy desprestigiada por su política considerada frívola y belicista.

Tras derrotar a la candidata presidencial demócrata en las elecciones de 2016, una vez instalado en la Casa Blanca, Trump comenzó a desgobernar como había prometido. Sus otras bestias negras lo fueron en el exterior, China, tildada de amenazante rival, así como, en el interior, el Estado subvencionador y su chivo expiatorio, la inmigración. Conforme con el viejo mantra liberal, Trump pregonaba que los subsidios a la pobreza -más de 50 millones de pobres de una población de 340 millones de habitantes- convertían a los subsidiados en haraganes, como si la pobreza fuera responsabilidad individual de quien la sufre. Su política de nombramientos políticos y militares fue un verdadero desastre, sus cargos designados no duraban tres meses en el puesto y comenzó a enemistarse abiertamente con poderes fácticos, como el complejo militar industrial, la Prensa independiente, incluso la CIA…

La contribución de Donald Trump a la polarización política e ideológica en el gran país norteamericano ha sido inestimable, tanto como para promover en enero de 2021 un asalto armado al Capitolio por masas de gentes indignadas. A esas gentes previamente convenció de que su reelección en noviembre de 2020 le había sido arrebatada fraudulentamente en el recuento electoral por una supuesta conjura de algunos poderes fácticos teledirigidos desde el Partido Demócrata. Una cascada de juicios se abatió sobre Trump, si bien o los ha eludido o los ha superado. Con todo, el Tribunal Supremo no logró suspender su candidatura, que se mantiene abierta.

El atentado con arma automática sufrido hace unos días por Donald Trump en la localidad de Butler, Pennsylvania, a manos de un veinteañero, no deja de mostrar incógnitas. Resulta chocante observar los efectos tan limitados -un mero impacto superficial en la oreja derecha,- que una bala del calibre 7.65-45 de las que disparan fusiles ametralladores como el AR- 15 empleado por el autor de los disparos, Thomas Matews Crooke. La propia trayectoria diagonal de la bala, debiera haber seguido lógicamente su curso, reventando en su recorrido el occipital y el parietal de Trump, del que se dice que se salvó por una leve inclinación de su rostro mientras explicaba un gráfico sobre inmigración.

Lo cierto es que, incógnitas aparte y aparte también de la frecuencia de los magnicidios en la denominada primera democracia del mundo, resulta sorprendente que precisamente en este país la pugna electoral por la Presidencia vaya a dirimirse de la manera siguiente: a un lado, un septuagenario malhumorado, inesperado e irascible, Donald Trump, de 78 años, con signos evidentes de xenofobia, obsesión con los inmigrantes, aislacionista y mentiroso -como puso de manifiesto a propósito del aborto durante el debate televisado con su rival demócrata. Al otro lado, Joe Biden, octogenario, que en más de una ocasión ha saludado a las cortinas, que quedó totalmente en blanco durante la confrontación televisada con Trump y que, para colmo, ha contraído de nuevo covid hace unos días. Que el botón de la guerra nuclear, el Armagedón, esté en manos de personas tan vulnerables, no deja de atemorizar a las gentes que piensan que Estados Unidos ha de tener mejores candidatos para regir su hoy tambaleante imperio, con evidentes síntomas de declinación como muestra la composición personal de la confrontación demócrata- republicana por la Presidencia.

Dicen que de ganar Trump las elecciones presidenciales, si es que otro francotirador más certero no lo borra de la carrera electoral de aquí a noviembre, el apoyo antirruso de Estados Unidos a Ucrania cesaría de inmediato, para concentrar energías políticas y militares estadounidenses contra China. De resultar reelegido Biden, si la defección de sus aliados demócratas no lo impide, la guerra contra Rusia proseguirá hasta la extenuación de Moscú. Menudo panorama nos espera. Lo más probable parece ser la victoria de Trump, elevado al santoral carismático por haberse salvado milagrosamente del francotirador de Butler y por esa oreja herida que le asegura su condición de mártir en vida, no de la democracia, sino de su propia y alambicada impolítica.

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