La única vez que vi a Borges fue en un restaurante chino de la calle Suipacha de Buenos Aires. María Kodama -todavía no era su esposa, aún no me la habían presentado-, ensortijaba las raíces de la soja para mezclarla con el cerdo agridulce que luego Borges se llevaría a la boca como quien lleva una palmatoria a la mesita de noche. Compartíamos aquel inmenso comedor el matrimonio con el que cenaba y el matrimonio a la vista de María y Jorge Luis, apoyados en el bastón de plata de palabras continuas, de languideces que los farolillos de papel acompañaban.
Después, María Kodama ha recorrido el mundo explicando los años y las luces de Borges que ella vivió, que se le clavaron como juncos, en los bolsillos del alma. Tuvo la voz justa de niña quietecita y pelo lacio para decirnos que “el mar es la plenitud de la pobreza” y “la oscuridad es la sangre de las cosas heridas”… Oscuridad en los ojos de su marido, como si la sangre de la noche circulara sobre el afán de Borges por quedarse encendido entre nosotros, por construir el “verso incorruptible” que habría de salvarlo de tanto navegar sin ojos. Al final, sabio y con más cicatrices que un torero, cambió los laberintos por esquinas y se quedó dormido y resbalado sobre el espejo del tiempo.
Después he visto en varias ocasiones a María Kodama. Me ha distinguido siendo oyente de alguna de mis conferencias y quiso dedicarme un libro de Borges con altísima letra, más bien palmera que palabras, en el que escribía: “Para Pedro, que tiene las llaves de la poesía y de la comprensión por Borges, eterno como el agua y el aire”. Ella supo bien que nadie tiene las llaves de un poeta, que de los poetas sólo se sabe que escuchan a los ruiseñores alguna que otra tarde y luego se destruyen a sí mismos recordándolo. A María no le quedaba más remedio que hacer uso de su literatura fantástica para cruzar esta treintena de dolor del que, a partir de los sesenta años, sólo pudo leer “en la biblioteca de los sueños”.
Luna de Enfrente fue unos de sus primeros libros; el último, si mal no recuerdo, Los Conjurados, que muchos señalan como el libro recio de la plenitud. Yo prefiero sus milongas y los sitios en los que escribe sobre “esa mitología de puñales” que es el tango. Yo prefiero su Fervor de Buenos Aires y saber, sin que él así lo sospechara, que dentro de todas las almas hay un extraño país, aún sin recorrer, todavía con el secreto de la felicidad tallado en el envés de alguna puerta vieja o en el bronce colgado de alguna campana.
Como nos pasará a todos un buen día, Borges, después de mucho haber leído, sintió que según va anocheciendo vuelve a ser campo el pueblo, que todo se resume en una brizna de gloria ahogada en su propia laguna de ceniza. Pero él ha luchado por traernos al desayuno de la vida el verso feliz de pan recién tostado, el café con leche con medias lunas de Luna de enfrente: ese gozo de todavía asombrarse en el sitio común de la costumbre, como el que estrena un alma.