Basura, el legado humano

26 de julio de 2022
2 minutos de lectura
Pacientes perjudicados
El escritor y periodista, Pedro Jiménez Hervás.

Pedro Jiménez Hervás, escritor y dramaturgo

Alegranza es un pequeño islote intransitado, situado al norte de Lanzarote. Auténtico paraíso volcánico, es el primer territorio de las islas Canarias al que llega toda la porquería del mundo arrastrada por las corrientes oceánicas. Caminar por esta isla es un auténtico descubrimiento. De la mano de un especialista, todavía puedes encontrar magníficos ejemplares de águila pescadora, paíño de pecho blanco, halcón de Eleonora o pardelas cenicientas. Pero si decides avanzar por la orilla, llegará un momento en que te encuentres rodeado de tablones de madera y basura. Por aquí, una escoba rota de Pakistán, un oxidado frigorífico de Singapur, miles de colillas de medio mundo, o unas tapas de corcho con la etiqueta de Boston. Por allí, la bota de un viejo ballenero japonés, un saco roto de alguna trinchera de Siria, botellas de limpieza vacías de cualquier sitio, bastoncillos de algodón, toallitas higiénicas e infinitas cajas de pescado con el sello de Canadá, o Somalia…

Cada año, 10 millones de toneladas de desperdicios del mundo entero recorren los océanos como si nuestros mares fueran el depósito que, naturalmente, elimina todos los desechos de nuestro desahogado modo de vida. Pero muchas especies, tortugas, delfines, cormoranes… quedan enredadas entre las redes y plásticos abandonados por el planeta, o también se ahogan o fallecen envenenadas entre oleadas de petróleo crudo, fertilizantes agrícolas y toda clase de residuos químicos.

En fin, cada vez que nos preparamos un pescado, o nos comemos unos mejillones o un poco de pulpo que ya no es de Galicia, porque en Galicia ya no quedan pulpos, nos metemos microscópicos trocitos de plástico para el cuerpo. Y si no lo remediamos, esta realidad será definitiva, porque el plástico no desaparecerá nunca.

Más datos preocupantes. El 80 por ciento de la basura que producimos acaba en vertederos o en la propia naturaleza. Son muchas las ciudades del mundo que no saben, o no quieren, tratar de manera correcta, sus residuos. Lugares tan insospechados como el espacio exterior, o el mismísimo Everest, albergan restos de satélites, fragmentos de cohetes, toneladas de desperdicios, ropa, latas, bombonas de oxígeno…

Y seguimos consumiendo, derramando y derrochando de manera indiscriminada. Los productos que utilizamos tienen una vida programada cada vez más corta. Y apostamos por medios de producción gigantes, intensivos, que apenas crean puestos de trabajo, que no afianzan población, pero que sí contaminan el medio ambiente y maltratan a los animales. Como las macrogranjas de 2.000 cerdos, o de 23.500 vacas, o de 40.000 gallinas. Megaexplotaciones que ya no saben dónde esconder tanto residuo líquido, sólido y gaseoso como producen. Purines, metano, consumos de 2 millones de litros de agua al día…

De los vertidos incontrolados ya hablamos en otra ocasión, si eso. Y de la calidad de la carne, también.

Cuando desaparezca la especie humana, víctima de un holocausto nuclear o una desconocida pandemia, lo único que dejaremos en el planeta será nuestra inmundicia. La desorbitada basura que generemos será nuestro legado. Nada más. Los libros habrán ardido en el fuego de las explosiones y los pendrives USB, con toda la información de lo que fuimos e hicimos, se perderán entre la suciedad y el detritus, destrozados a martillazos.

Si los extraterrestres se animan a aterrizar algún día en nuestro planeta, tras ver el panorama, seguro que su primer comentario es: ¡Mira que eran guarros estos humanos!

Qué ilusos…

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